sábado, 2 de julio de 2022

 

El millonario y la enfermera de su mujer

Estacionó su Corvette en el garaje  en su edificio  y se dirigió hacia el ascensor, caminando lentamente y pisando casi con desgano el piso de cemento.

Un infierno de problemas podía estar esperándolo en su lujoso departamento. 

Aunque desde que Dina había aparecido en sus vidas para asistir a su esposa, todo había empezado a mejorar como por arte de magia.

Su esposa se había enfermado desde hacía unos cinco años, su cerebro estaba siendo literalmente comido por el Alzheimer galopante que la  había atacado sorpresivamente a los sesenta y cinco. Desde entonces ya no habían tenido sexo, y él se sentía solo.

Dina era la ayudante de salud de su mujer y desde el primer día que la vio se sintió atraído por ese cuerpo joven de senos turgentes que se insinuaban generosos  debajo de su cardigan negro.

Ella era alegre y contagia ganas de vivir con su sonrisa permanente y su buen humor. 

Además, el amor que le brindaba a su mujer, la forma amorosa en que la asistía, le empezó a provocar una atracción profunda; tenía ganas de atenderla, darle masajes, de aliviar su tarea. Quería amarla, besarla toda.

Una noche después de que Dina había acostado a su esposa, y se había retirado a su cuarto, él la siguió y espió por la hendidura de la puerta cómo ella se desvestía.

Su corazón se precipitó como loco al ver los pezones rosados como frutilla final del postre que eran esos senos blancos y generosos tal cual él se los había imaginado debajo del sweater negro.“¡Umm es hermosa!” pensó para sí, y en un suspiro estaba entrando a su habitación ya oscura. Se escabulló debajo de sus sábanas.

Le sorprendió que ella estuviera tan entregada. Parecía que sabía que él iría esa noche a visitarla. El sintió que ella lo estaba esperando con anhelo! ¿Él, un hombre de casi setenta con sus ojos puestos en una mujer veinte años menor? 

Sin decirle una palabra empezó a masajear los pies, y subió por las piernas hasta llegar a la entrepierna ya húmeda de la mujer.

El sintió que ella quería resistirse sin lograrlo, y  hasta la hizo acabar con su lengua. Allí, mientras ella trataba de no jadear, de no hacer ruido, en el silencio de la noche, en el cuarto contiguo al de su mujer, la penetró... una y otra vez. “¡Quedate conmigo! ¡No me abandones!”   le imploró.  

Dina, confundida y a la vez algo enojada consigo misma, y con él, le recordó que él estaba casado! Y que su mujer dormía en el cuarto contiguo. “Eso no es problema” contestó él con un raro brillo en los ojos, casi demencial. Y desapareció como por dos horas en las que Dina no supo qué hacer. Cuando volvió la abrazó con fuerza y le dijo: “Nuestro problema ya está solucionado! “¡Nos vamos de viaje!”

        Nunca se supo que la pobre esposa enferma está debajo del piso de cemento en el garaje. Justo debajo de su Corvette, que no volvió a ser manejada.