lunes, 24 de junio de 2013

Lucía y su dentista de confianza

            Lucía era una morocha de ojos verdes, preciosa. De estatura mediana tirando a alta, poseía un cuerpo despampanante. Su figura privilegiada, de cintura fina, muslos bien trazados y pechos turgentes, no había manera de que pasara desapercibida. Arrancaba los suspiros de los varones con los que se cruzaba, o de los que la veían pasar con su andar felino y sensual. Todos tenían sus ojos puestos en ella y todos sin excepción fantaseaban con poseerla. Pero su dentista directamente estaba perdido de amor por ella. Lo había conquistado definitivamente el día que, teniendo ella sólo diecisiete años le había hecho un chiste bastante osado para la formalidad de un consultorio odontológico. Le había pedido a la asistente que fueran dos las amalgamas, cuando el odontólogo le ordenó una. “¿Para qué dos?” le había preguntado el doctor con sorpresa, “si sólo tienes necesidad de un leve arreglo…” Y ella muy chistosa le había respondido a las carcajadas que el babero de tela tenía un agujero también, y que seguramente sería una caries de cuello. Ambos se habían reído mucho por la rara ocurrencia de la adolescente, y de su pintoresca forma de decirlo, pero ella aún ni imaginaba lo caro que le costaría la osadía de ese chiste inocente.
            Fue a partir de ese hielo quebrado x la espontaneidad de su juventud que Lucia despertó la mirada del verdadero ser que se escondía detrás de la inmaculada imagen con su delantal celeste, detrás de este renombrado y maduro profesional que ya peinaba canas en sus sienes. Comenzó así, sin quererlo ella, y tal vez, ninguno de los dos, una sucesión de juegos eróticos aparentemente inocentes, sin que lo fueran para nada. El impecable dentista empezó a despegar la ropa del escote de Lucia, para espiarle sus pechos. Incluso le rogó con cara de carnero degollado que le mostrara un pezón. La buscaban la provocaba, la confundía con sus ojos verdes y su mirada melancólica, como triste; le decía que no quería nada con ella, que él era un hombre felizmente casado, que solo quería verla, admirarle sus pechos jóvenes y generosos. La seducía permanentemente, la acosaba, intentaba quebrar a esta rebelde adolescente, lograr que cayera rendida en sus brazos. Los veintidós años que él le llevaba le habían dado la ventaja de saber perfectamente lo que causaba en esta joven inexperta y con sus hormonas adolescentes a todo vapor. 
            Llegó un día en el que la citó en su consultorio, como siempre, pero no era un día como los demás. Le había dicho a Elda, su secretaria, que se tomara la tarde. Canceló el resto de turnos dados a los otros pacientes de esa tarde, y la esperó solo, en su consultorio. Sabía que esa tarde sería suya. O al menos lo estaba pergeñando así. Tenía incluso un plan b si ella se llegaba a resistir. Pero no pensó jamás que, finalmente, el odio que sentiría por su rechazo sería tal que sí, que lo tendría que utilizar. La inocente llegó al tan familiarmente visitado consultorio en la calle Potosí. Con sorpresa notó que ella era la única paciente en la sala de espera, y esto no le gustó para nada. Sintió que algo no estaba bien, pero desestimó su buena percepción. ¿Cómo iba a desconfiar del odontólogo de toda su vida? Incluso había sido el dentista de cabecera de sus padres en su juventud. No. No podía desconfiar de ese hombre. “¿Y Elda?” preguntó la ingenua. "Se tomó la tarde porque tenía trámites que hacer." le contestó el crápula mintiendo descaradamente, al tiempo que empezó a acercarse a la ya un poco tensa adolescente e intentó abrazarla. Ella dio un paso atrás. Él insistió pero esta vez, decidido, se abalanzó sobre ella para besarla en la boca con prepotencia. Ella se resistió y luchó. Quiso zafar de sus brazos y correr, pero ya no lo logró. La adolescente lo pateaba y pegaba y había empezado a gritar. ¡Eso no lo podía permitir! Le clavó una aguja en el cuello con un anestésico y la dejó paralizada al instante. Ella no pudo moverse más, pero seguía con estupor cada movimiento de su ahora desconocido odontólogo. De pronto sin poder hacer nada, vio como él acercaba una máscara que salía de un tubo como los de oxigeno, y se la puso sobre la boca y la nariz. Desesperada por respirar ella inhaló, obligada, alguna clase de gas, que la puso como borracha, porque a ella le empezó a dar mucha risa, y eso que lo que él estaba haciendo no era gracioso para nada.  "¿Te resistís putita?" le repetía, "Te dije que algún día te haría la completa, y no me refería a la dentadura precisamente" le vociferó a las carcajadas, divertidísimo con la joven. "¡Mirá cómo te hago mía, quieras o no!" le espetó, la violó y le sacó uno a uno todos los dientes. Cuando terminó, ya había llegado la noche, la sacó del consultorio y la llevó a una plaza de otro barrio.  La sentó en un banco y allí la dejó, mareada, confundida, con el cuerpo magullado y con su boca vacía.

martes, 4 de junio de 2013

Hachof y su madre-mujer

          
            Nadie sabía, ni jamás supo, lo terriblemente loco y enfermo que era Hachof. No era un hombre bello pero había algo muy interesante en él. Su nariz prominente, achatada contra su rostro, estaba quebrada por la mitad, aplastada como si se hubiera dado de lleno la cara contra una pared, o como si hubiera sido boxeador por muchos años, y hubiera recibido muchos golpes fuertes en el tabique. Pero sus ojos tenían tanta luz que inmediatamente uno dejaba de verla. Vivía, a sus cincuenta y seis  años con Irene, su anciana madre de ochenta y pico. Era hombre de una sola mujer. Su madre. Sin embargo sus ojos verdes y su aparente dulzura habían cautivado a más de una incauta. Todas habían tratado infructuosamente de conquistar a ese hombre de una vez y para siempre. Pero Irene tenía un poder muy especial sobre él, podía perder alguna que otra batalla insignificante con ésas, a sus ojos, chiruzas que oficiaban de geishas complacientes con su hijo al que, muy adrede, lo llamaba "mami" en presencia de ellas, ignorándolas por completo, haciendo preguntas del tipo "¿Mami, te preparo unos ñoquis?", omitiendo, también ex profeso, incluir a la de turno en la invitación.

            En sus tiempos mozos, en los que aún había alguna esperanza para él, de que Irene lo soltara, se había casado con una cocinera que le dio cinco hijos que fue obligada a abortar, en el secreto más absoluto, por este hombre que se negaba a ser padre,  porque no podía dejar de ser hijo de su buena madre. La había humillado de mil maneras, hasta le  había pateado el trasero, en todas las ocasiones que había sido necesario hacerlo con tal de que ninguno de los embarazos pudiera llegar a término. De haber sucedido eso, Hachof no hubiera dudado en ahogar al recién nacido. Pero no. Lamentablemente ninguno de los cinco lo logró. O por fortuna. De cualquier manera esos seres no llegaron a nacer. Irene se encargaba muy bien de hacerle conocer esta historia a la siguiente incauta; lo hacia como "sin querer", como suponiendo que Hachof se lo habría contado de su propia boca. Pero no, él se cuidaba muy bien de no contar las historias "de amor" anteriores.


            Un día gris de junio, cercano a su cumpleaños, llegó inesperadamente a su vida, Muriel, una dulce viuda que, necesitada de afecto y de un hombre, se dedicó de lleno a atenderlo. A él y a Irene, claro. El romance, muy a  pesar de Irene, creció hasta que un día resultó demasiado real para esta madre que no soportaba la idea de que a su hijo se lo llevara para siempre una cualquiera. No se sabe bien si ella lo emplazó para que dejara a esa mujer o por qué motivo Hachof tomó tan drástica decisión tan pronto e hiciera lo que jamás nadie se hubiera imaginado. La invitó a cenar a su casa. Cenarían en el patio, a la luz de la luna llena, en compañía de Irene, que como siempre, estaría presente entre ellos. Cuando Muriel, ya sentada a la mesa, conversaba relajada y animadamente con la anciana mujer, Hachof le asestó un golpe certero, mortal en la nuca con su pala jardinera, con una fuerza descomunal, muy propia de él. La desprevenida y confiada Muriel cayó seca, muerta al instante, a los pies de Irene. “¿Era esto lo que querías mamá?” gritó Hachof. “¿¿¿¿Era esto????” Sin embargo, a pesar de su furia, un dejo de congoja se sintió en su voz. Nunca más se supo nada de Muriel, ni nadie preguntó más. Sin embargo se rumorea  que por las noches su alma sigue rondando la casa de Hachof y su perversa madre, y dicen las malas lenguas que él e Irene la enterraron en el jardín, justo debajo de la mesa en donde cenan todas las noches a la luz de la luna.

La mujer de su vida

Salvador creyó que el amor golpeaba a su puerta otra vez. ¡A sus ochenta y ocho años!
Había conocido, por esas cuestiones del azar, a Miguelina, una pulposa divorciada, unos treinta años menor. La casualidad los había juntado  en una reunión de consorcio, de esas embolantes a las que él no solía ir. Pero, justo a ésa, fue.

Se había sentido embelezado al verla, esos labios rojos, húmedos, carnosos que le daban marco a sus dientes perfectamente alineados e increíblemente blancos. ¡Qué bella es! pensó Salvador. Sus ojos brillaron cuando ella le devolvió la sonrisa. ¡No lo esperaba pero así sucedió! Estaba sorprendido y algo anonadado por la reciprocidad que percibió. No pudo quitarle ya la mirada de encima, y ella, consciente de esto, cruzaba y descruzaba sus piernas dejando al descubierto buena parte de sus muslos, y de vez en cuando, la entrepierna. ¡Él se estaba volviendo loco! Y ella lo sabía. Finalizada la reunión ya les resultaba incontenible la atracción sexual que había nacido entre ellos. Fueron directamente al departamento de él en el octavo piso.

Fueron tres los días que vivieron en éxtasis total, al menos así los vivió él. Durmieron acurrucados, abrazados; se despertaban y volvían a hacer el amor, era increíble la virilidad que esta mujer le despertaba. Cocinó incluso para ella, limpió el departamento, en los entretiempos en que ella parecía dormir muy plácidamente. Aprovechó e hizo lugar en su placard y sacó todas las porquerías que le había dejado su sobrino nieto cuando le había prestado su departamento. Finalmente, al caer la tercera noche, Salvador se sentía exhausto. Se durmió feliz, abrazado a Miguelina. Agotado.

Se despertó con las primeras luces del amanecer. Estiró su brazo para acariciar a su amada. Pero ya no la encontró. Ella se había levantado de la cama, al parecer, antes de que cantara el gallo. Se levantó desesperado, angustiado, la buscó por todas partes, en el baño, en la cocina. Nada. ¡Ni un rastro de ella! Se sintió ridículo, confundido. Había confiado en ella, su Miguelina, tanto, que le había dado las llaves de su departamento… Y lo que es peor, le había contado con orgullo que guardaba diez mil dólares en su departamento, ¡y le había dicho dónde! Miró apresuradamente la caja de zapatos donde los guardaba para descubrir que, lamentablemente, no estaban más allí.

¡La muy hija de puta se había llevado su dinero! ¡Sus ahorros de años! ¡¡¡La muy puta!!!
¡Esto no quedaría así! ¡No señor! ¡La muy perra no sabía lo que le esperaba!
La llamó al celular y le dijo que debía volver con urgencia al departamento. No le dijo nada sobre la desaparición del dinero. Ella llegó agitada y apoyó el paquete de medialunas recién hechas, todavía calentitas sobre el desayunador. Quiso abrazarlo pero él la rechazó. ¡¡¡La muy hija de su madre seguía fingiendo pasión por él!! No se juega así con los sentimientos y el orgullo de un hombre entrado en años. ¡¡¡Qué idiota se sintió!!!  No pudo contenerse más y, con furia y dolor, comenzó a gritarle, la acusó de haberle robado los dólares. "¡Ladrona, perra puta!" le gritó. Ella lo miraba atónita sin entender cuando él, de pronto, la apuntó con su cuarenta y cinco, "¡devolveme mi dinero o te mato perra” la amenazó con su rostro transfigurado. “¡Yo no te robé nada, te lo juro, yo te quiero Salvador!", sollozó suplicante, temerosa por su vida. "Perra mentirosa" la insultó a puro grito, y la mató,  a quemarropa, de dos disparos en el pecho.



Se quiso matar pero no pudo, cuando vino la policía y se lo llevó preso. En ese momento recordó. Él mismo había sacado el dinero de la caja de zapatos para esconderla en una alforja de los patines en desuso de su sobrino nieto, cuando acomodó el placard. Y, olvidado de esto, la había tirado en el contenedor de basura de la calle cuando hizo espacio para la ropa de Miguelina. La amnesia senil le había jugado una mala pasada. Ahora no podría ya disfrutar de sus ahorros. Ni solo ni con Miguelina. Y allí viviría, en el peor de los infiernos, los años que le quedaran, solo, con su propia locura, en ese oscuro calabozo. Sabiendo que por error había matado a la mujer de su vida.

La perfecta compañera

            Hacía mucho, mucho tiempo que César  no se sentía tan acompañado como con Carmen. Ella había llegado en el momento justo como para darle fuerzas para sobrellevar la dura realidad que venía soportando desde hacía un año y medio.
             No la había estado pasando nada bien desde esa noche en el Tasso, donde su pasión por el tango, lo había hecho tropezar con quien terminaría siendo la madre de su hijo tan anhelado, y al mismo tiempo, su peor pesadilla romántica, Rosa Borda.
            De Rosa se había enamorado como nunca en la vida, y así de mal le había salido el cuento. El único saldo positivo que le había dejado esa relación intempestiva y llena de vaivenes emocionales, que casi lo había llevado a la locura, era Tobías su hijo tan deseado por años, que había llegado en las postimetrías de su vida, a sus cincuenta y cinco, cuando ya no esperaba tener la dicha ser padre. O, al menos, no en esta vida.
            Así estaban las cosas para él, todo genial con el bebé de sólo siete meses y su recién estrenada paternidad, y todo confusamente doloroso en el vínculo con la madre de su pequeñín. Sus sueños románticos y de vivir en familia, hechos añicos por la dura realidad en la que con Rosa, nada, nada, era sencillo. Estaba claro ya que sólo los había unido un urgente deseo sexual pero después, después de ese sexo desenfrenado, no compartían absolutamente nada, ni la mirada sobre los asuntos cotidianos, ni los valores de la vida; entonces sobrevenía la pelea constante con ella, que  parecía disolver en  angustia y desencanto, todo anhelo de resucitar la relación. ¡No, decididamente, vivir así era un infierno! Sentía que la historia con Rosa ya era un imposible.
            Este era el estado de situación cuando irrumpió en su vida Carmen. La había conocido en una iglesia, a la que ella asistía para lavar la amargura del fracaso de su última relación, de la que había salido muy mal herida, y César no sabía ni supo jamás, hasta que ya no había retorno posible, lo loca que había terminado por culpa de ese tano maldito que la había tenido a maltraer varios años. César de ella no se había enamorado pero tampoco quería que la relación creciera en ese sentido romántico. Quería con ella un vínculo más apaciguado, más calmo. Así fue cómo venía creciendo ese amor más adulto, y se había ido forjando con ella una confianza muy profunda. La veía un poco caótica en algunas cuestiones de su propia vida, pero aun así había algo en ella que como hombre lo convocaba; al menos lo suficiente como para sentirse pleno.
            Fue confiando en ella cada vez mas, incluso le había dado las llaves de su casa y hasta había empezado a dejarla sola con el bebé. ¡Ella era tan dulce con Tobías que el baby se dormía en su regazo! Era una madraza, la perfecta compañera para su postergada paternidad.
Incluso juntos proyectaron el festejo del primer cumpleaños del bebé. Justo caería un sábado, que estaría con él si su madre no enloquecía por alguna estupidez, lo dejaría tenerlo unas horas. Seria el primero de junio. Ese sábado ella, le había prometido cocinarle algo tan especial para el festejo, que él no podría imaginarlo. Claro que él no podría imaginar, lo que esta loca mujer estaba tramando porque  era inimaginable.

            ¡Llegó el tan esperado día! Ella había decorado especialmente la casa con globos y guirnaldas para tan importante ocasión. Él salió a buscar la torta que ella había encargado con antelación en una fábrica no tan cercana, para que él se demorara un poco, lo suficiente para que le diera tiempo a hacer lo que ella por amor tenía que hacer. Cuando César regresó su pesadilla pareció no tener límites. Ella, su adorada y amorosa Carmen, la compañera perfecta, había cocinado al horno al bebé, con papas y cebollas. Y le había colocado, muy cuidadosamente, en el borde de la bandeja,  la tarjeta con una dedicación que había escrito  de su puño  y letra: "Ya nada te unirá a Rosa, mi cielo.". ¡Ahora me tenés sólo a mí! Y corrió a abrazarlo con todo su amor.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Amar con locura

Ella lo miraba extasiada. Sí, sin proponérselo, se había enamorado de él. Indudablemente. No sabía cómo había sucedido. Ni cuándo. Pero lo real, lo terrible, era que ahora se percataba de los intensos sentimientos que él le despertaba. Era tarde ya para luchar contra ese amor que había nacido imperceptiblemente pero que había crecido y se había fortalecido hasta ocupar todo su corazón, su mente, su ser entero. Se le había hecho muy difícil concentrarse en sus tareas. Su escritorio estaba justo enfrente del suyo. Con sólo levantar la mirada podía observarlo. Y la tentación de hacerlo se volvía cada vez más irresistible. Segundo a segundo quería mirarlo. Trabajaba, pero con la tentación latente de levantar la mirada a cada instante, sólo para contemplarlo unos breves segundos. Libraba consigo misma una batalla en su interior. Peleaban, en el más íntimo rincón de su alma, sus incontenibles deseos sexuales y su gran sentido del deber. Su natural sentido de lo que está bien y de lo que está mal. "Esta mal" se repetía a sí misma innumerables veces durante el día y también por las noches cuando soñaba despierta. "Está mal, no puedo enamorarme de mi jefe. No puedo, no debo enamorarme de un hombre felizmente casado, y con una familia maravillosa."

Hacía ya siete años que era su secretaria y tres que lo deseaba y amaba en silencio. Hasta ahora había podido controlar sus ganas irrefrenables de estamparle un beso en esos labios húmedos, a sus ojos, cada vez más sensuales. ¡Y su perfume, su olor! Su instinto sexual parecía despertarse y galopar enloquecido, como un potrillo desbocado, cada vez que le daba el beso de los buenos días y del hasta mañana.
Estaba perdidamente enamorada de ese morocho bonachón y buen mozo que la había subyugado. Y había plasmado todo ese amor, en trabajar cada día mejor, en asistirlo con mayor eficiencia, en aliviarle cada vez más su tarea cotidiana. Cuando lo veía nervioso, angustiado o cansado, sentía unas ganas tremendas de abrazarlo, de mimarlo, de contenerlo. Ella, con gusto, le haría masajes...lo que él le pidiera. Estaba irremediablemente enamorada de él, eso era seguro. Todo lo que él hacia, decía, y cómo lo hacia, todo, todo le gustaba. Lo admiraba también. Su inteligencia natural la encandilaba. ¡Era el hombre de sus sueños!

Hasta el momento sólo se había contentado con soñar despierta. Soñaba que un día se decidía y le declaraba su amor incondicional. Y él la abrazaba apasionadamente y le decía que sentía lo mismo por ella. Y allí nomás, en la sala de espera, hacían el amor por primera vez. Salvaje y dulcemente. Con desesperación contenida y pura ternura al mismo tiempo. ¡Tres años amándose y deseándose en silencio! ¡Tratando de evitar lo inevitable! ¡Tratando de frenar lo irrefrenable! Dominando el instinto y el deseo, reprimiéndolo, escondiéndolo, tapándolo. Guardando el secreto que ambos presentían, muy adentro de sus almas. Que se amaban con locura, pero que sería una locura amarse...

¿Locura? Locura era que él siguiera casado con esa mujer a la que no amaba ni un poco, casado con esa mujer que no lo hacía feliz. Esa mujer era la que se interponía entre su amado y ella, y era esa bruja la que estaba impidiendo que dos seres se amaran de verdad. Tenía que ponerle una solución a esto. Su amor por él era demasiado fuerte. No podía dejar que nadie se interpusiera como un... ¿muro? "¡Sí,  eso es!", pensó. ¡Tengo que interponer un muro entre ellos! Y ladrillo a ladrillo levantó una doble pared en el archivo del sótano. Allí quedaría para siempre atrapada la bruja esposa. Él no tendría que preocuparse más por ella, ni siquiera tenía que enterarse jamás de la razón de su desaparición. Esperó pacientemente a que llegara el día en que la bruja pasaría por la oficina en algún momento en el que su amor no estuviera presente. Y llegó ese día. Le puso veneno en el café con el que la convidó. La puta bruja se lo tomó con fruición, como con mucha sed,  y al toque empezó a hacerle el efecto paralizante que esperaba. La esposa de su amor era menuda. Eso representaba una ventaja para una mujer alta y fuerte como ella. La alzó con facilidad justo a tiempo para que no se desplomara y dejara alguna huella rara en la alfombra que pudiera poner en evidencia lo ocurrido. La colocó, ya casi inconciente, en los grillos de la pared de atrás. Con una alegría inconmensurable completó cuidadosamente las filas de ladrillos faltantes en la pared de cierre, y selló así su gran secreto. ¡Ahora sí podría amarlo con locura!

La muerte de la madre de Pedro

¡Murió la madre de Pedro! ¡Qué horror! ¡Con lo Que la cuidó él! Pedro era un hombre de contextura pequeña. Sin embargo, su metro sesenta superaba su estatura moral. Era corto, ladino, huidizo. Cuando hablaba jamás miraba a los ojos de su interlocutor. Su boca, de labios carnosos, aparecía detrás de unos bigotes y una barba espesa, canosa y amarillenta por su adicción al tabaco. Su sonrisa, rara y cínica, dejaba al descubierto las dos hileras de dientes manchados con nicotina y desgastados, y algún que otro espacio vacío.

Era sabido en todo el barrio Que él cuidaba a su anciana y postrada madre. "¡Qué fortaleza la de ese muchacho!" era el comentario que circulaba entre los vecinos. Había sido ella, su madre, quien le había pedido por favor que le permitiera transitar su vejez en su propia casa. Le había hecho prometer a este hijo suyo, que jamás la internaría en un geriátrico y que jamás la pondría en manos de un extraño. Quedaba solo él para esta tarea. Ya él había perdido a su hermano menor, al que un cáncer fulminante había comido rápidamente su cuerpo cuarentón y flaco.
Le había prometido a su madre, ya siendo su único hijo vivo, que sí, que cuidaría de ella.

Lo que nunca se supo hasta que fue tarde saberlo es lo que les voy a contar a continuación. Pedro había empezado una cuenta regresiva, un camino sin retorno. Había empezado a enloquecer. Pero nadie, nadie lo noto! Comenzó a tener delirios persecutorios y alucinaciones, seguramente no había tolerado tanto dolor, provocado por la perdida tan inesperada de ese hermano menor al que había querido entrañablemente, casi como si hubiera sido su propio hijo. Y la enfermedad de su madre, su deterioro repentino y pronunciado luego de la muerte de su padre.
Él había creído con autenticidad que podría cuidar de su madre tan amada.

Pero el encierro, Les reitero, el dolor, la repetición rutinaria y constante de los aseos, cambio de pañales, horarios de remedios, paseos por el jardín en silla de ruedas, parecieron condensarse en un combo sin escape. Empezó a creer que su madre le pedía cosas solo para molestarlo. Y así fue como empezó a elucubrar estrategias como para minar a esa vieja molesta que no lo dejaba en paz. Dejó de darle agua. Con eso lograría no tener que cambiarle los pañales tan seguido. Eso ya sería un alivio para él.

Lograda esta etapa en que la pobre vieja y enferma madre dejó de pedirle agua, empezó a reducirle la ingesta de comida. En cantidad y en número, y fue aumentándole en la misma proporción las pastillas prescriptas por los médicos pero en dosis inadecuadamente altas para ese cuerpo flaco y desgastado por los ochenta y siete años de vida.
Ya no se lo vio más a él pasearla en silla de ruedas. Ni siquiera se la vio más a ella sola en el pequeño jardín del frente de la casa, sentada en su silla de ruedas al sol.

Pedro había acostado a su madre en la cama y ella simplemente yació allí, hasta que murió por inanición y deshidratación, después de una larga y penosa agonía de meses. ¡Qué difícil le resultó morir!
Pero llegó esa noche en la que Pedro quiso darle los remedios y ella ya no los tragó. Estaba muerta.


"Ya no tendrás que terminar en manos de un extraño" le dijo. Y empezó a acomodar los papeles para iniciar la sucesión de bienes.
"¡Al fin!" pensó. Se acostó al lado del cadáver de su madre y se durmió de una paz infinita.

martes, 28 de mayo de 2013

El gran cirujano


Desde chico supo que algo no estaba bien con él. Tuvo que hacer denodados esfuerzos para que nadie se percatara de la crueldad que habitaba en el interior de su ser. De todos modos, sabía con completa certeza, que la vida le daría su gran oportunidad: la de plasmar esa bronca en alguien y que encima lo felicitaran por ello.
Estudió la carrera más adecuada para sus fines perversos: medicina. ¿Quién se pondría a discutir con él cuando tuviera el título de médico? ¿Quién dudaría de su juramento hipocrático? Decidió ir por más aún: se especializaría en Cirugía General, y así lo hizo. Su carrera fue impecable, empezó a ser reconocido y su fama crecía a la par de su ira interior. La vida le parecía sabrosa, pero sería mejor aún cuando pudiera plasmar su gran sueño: hacer la mayor cantidad de daño posible sin que alguien pudiera darse cuenta. Era para él muy divertido ir pergeñando con astucia cada una de las veces que se sentiría como un Dios. O como un diablo. De cualquier manera estaría por encima de cualquier mortal. Se sentía seguro. Sabía que no habría forma de ser descubierto. Y si por putas alguien pudiera hacerlo, sería imposible probar el dolo.
¡Qué divertido le resultaba! Sentía una excitación especial, una sensación de mariposas en el estómago, casi como estando enamorado.
Se puso una fecha para comenzar su gran sueño: lunes 7 de diciembre. Fue planeando todo en cada detalle, le fue dando las directivas a su secretaria. La había elegido sumisa, casi idiota para que no atara cabos y rabos.
Y llegó el día de su debut sádico: había decidido empezar con una anciana discapacitada mental. Suele suceder, creía él, que cuando hay una persona discapacitada, sus familiares depositan toda su confianza en el médico. Generalmente no cuestionan nada. Eso era una ventaja muy grande para él.
Su secretaria hizo pasar a la estúpida vieja.
Con su mejor sonrisa la saludó como si la apreciara, y le dio incluso un apretón de manos a la hija.
“¿Cómo anda preciosura?”, ironizó.
“Me duele todo”, contestó la anciana.
“¿Todo?”, le preguntó el doctor. “¿Cómo es eso?”, preguntó como al descuido mientras revisaba los estudios. Realmente pensó que le habían salido extraordinariamente bien para ser una vieja de mierda y encima loca.
“Bueno, tenemos que arreglar esto”, anunció haciéndose el preocupado. “Lamento comunicarles que hay que amputarle el pie señora…”  “Lo haremos hoy, 7 de diciembre”,  dijo. "lleven a la señora al quirófano" ordenó mientras bajaba la carpeta médica y las miraba cabizbajo. En lo hondo de su corazón empezaba a sentir un delicioso goce. Ya en el quirófano, le cortó el pie a la ancana.¡Le cortó el pie a la estúpida vieja sólo para guardarlo como trofeo de su maldad!

El día elegido para hablar


Esta vez se lo diría. Estaba decidida. Había conocido muy bien el sabor amargo de la soledad, aun estando acompañada.

En innumerables oportunidades había sentido algo parecido por algunos hombres con Los Que se había cruzado por la vida. Pero esta vez, era diferente. Ligera y profundamente diferente al mismo tiempo.
Este hombre que había llegado a su cotidianeidad a sus cincuenta casi vencidos, le había despertado una nueva pasión más calmada. Pero a la vez debía protegerse de la ilusión y de los espejismos. Lo curioso es Que lo veía tal cual era, flaco neurótico obsesivo al que le gustaba ser maestro y dar todo el tiempo indicaciones a los demás. Incluso a ella. Estaba bueno Que alguien por primera vez en su vida tratara de superarla, de mostrarse mejor Que ella, superior a ella. 
Y ella jugaba a Que lo dejaba ser mejor y esto la fascinaba.
Sí, decididamente esta noche se lo diría. Ya no buscaría más por ahí. Ya anclaría su barca junto a la de él y estaría lista para zarpar cada vez Que él quisiera.
Esta vez, estaba dispuesta a ser feliz, y por sobre Todo, ¡esta vez lo haría feliz a él! Quería tener la dicha de ver feliz al hombre Que quisiera compartir el amplio menú que ofrece la vida.
Le envió un mensajito con su BB avisándole que tenía algo muy importante que contarle. Pero pasaron tres horas en las Que él no contestó. Quería verlo y abrazarlo muy fuerte antes de darle la noticia de que estaba dispuesta a vivir con él la mejor etapa de su vida.
La respuesta no llegaba y pensó en el mal servicio que prestan las empresas de telefonía celular. Algo preocupada y ansiosa, tomó su bicicleta, su mochila y colgó su casco en el manubrio de su mountain bike, para ponérselo luego.
Salió apurada pero feliz, feliz de saber en lo más profundo de su corazón que esta vez Le tocaba ser feliz. No había tenido la dicha de tener un matrimonio en su juventud, tampoco había tenido hijos, y eso que se lo había pedido a Dios de mil maneras. Pero Dios había tenido otros planes para ella.
Nunca se supo qué pasó con él. Si recibió o no su mensaje. Nadie sabía su nombre y ella ya no podría decirlo.
Cruzaba a los piques la avenida que la llevaría a los brazos de su amado. Justo por la bicisenda del gobierno de turno de la ciudad.
No había alcanzado a ponerse el casco, y su cabeza desnuda y llena de imágenes de amor pegó contra la dura realidad del pavimento negro que se tiñó de roja desesperanza. Ya no se lo pudo decir. Yació allí inerte, con el cráneo partido. Sola, en un charco de sangre. 

¡No me recalienten el planeta, no me derritan los polos!



¡No me recalienten el planeta, no me derritan los polos! 
Relatos de cuando se inundó Buenos Aires.


Viene flotando una madera. Me siento con mucho sueño. Estoy devastada. Quiero mover los brazos pero los siento muy pesados. Corro la cabeza como para que no me dé la madera en la frente.  Tomo aire y envión, y continúo tratando de nadar, aunque mis movimientos son lentos. El agua es de un color marrón mortecino y huele a muerte. Escucho un llanto casi loco, de niño o de mujer, no estoy segura.  Otra mujer grita el nombre de su pequeñín, y su grito reiterado se ahoga en cada zambullida. Necesito nadar y ver si puedo llegar. ¿Dónde estarán  mis hijos?
Estoy desorientada, ¿para dónde debería doblar? ¡No tengo idea! ¿Por dónde andaré? Lo único que sé es que no debo parar. No me conviene por varios motivos. Si me quedo quieta puedo ser un blanco fácil para cualquier delincuente o animal desesperado,  amén de que la pérdida de temperatura podría dejarme paralizada. No. No puedo detenerme. Tengo que seguir. Pero… ¿para llegar a dónde?  Me conforma pensar que algún refugio deberá haber… Seguramente las autoridades ya han armado algo. Es difícil. Todo es muy confuso. Esto debe ser una pesadilla…. ¡Es imposible que esto esté sucediendo!
Veo el cartel del Shopping de Villa del Parque. ¡Ahora sí me orienté! ¡Sé cómo nadar para llegar a casa! ¿Qué habrá quedado? ¿Habrá quedado algo? Y… tal vez la parte alta de la terraza y el lavadero….
Llego. Un silencio mortuorio me recibe… ¿Qué será de los estudiantes, de mis vecinos los viejitos de planta baja, y de la italiana del primero? Nada parece moverse… Llego a la puerta de mi casa… hay agua por todos lados pero puedo hacer pie. ¡La suerte de mi primer piso!
El agua llega hasta la mitad…no tengo luz, seguramente  no hay luz en toda la ciudad. Los servicios deben haber colapsado con esta lluvia torrencial. Pero esta terrible inundación no puede haber sido provocada sólo por la lluvia, ¡se tiene que haber desbordado el Atlántico! ¡Voy a ver si engancho alguna noticia! ¡Dónde está mi radio a pilas! ¡Qué bueno! Zafó del agua. Estaba en mi repisa que está lejos del suelo. pero nada, no logro sintonizar nada. ¡Qué silencio sepulcral!
Desilusión e incertidumbre. ¡En la era de la tecnología, no tengo forma de comunicarme con otro ser humano! No sé qué estará ocurriendo en el resto de barrios de la ciudad, ¡ni hablar del resto del país! ¿y en el mundo? ¡Qué es lo que está pasando? No sé dónde están mis hijos, no sé nada sobre mis hermanas, nada de nada de mi madre, ni de ninguno de mis amigos ni familiares ni gente conocida ni vecinos. ¡Caigo en la cuenta de que no sé nada de nadie! No me he cruzado con ningún otro ser humano, sólo me he topado con pedazos de cosas flotando por doquier.
Voy a mirar desde la terraza para tener un mejor panorama. La escena que veo es desoladora. ¡Todo el barrio está bajo las aguas! De las casas en planta baja sólo se ven los techos; algunos vecinos asoman por las ventanas de las buhardillas. Han logrado trepar hasta allí, y se ve el resplandor de las velas. Yo tengo pocas velas. Dos o tres. No servirán para mucho, ni son de larga duración, pero ahora en el estado en que está la ciudad no creo que pueda conseguir otras. Y empiezo a percatarme que éste será el menor de mis problemas.
La sombra del acecho de los saqueos cae junto con las primeras sombras de la noche. Ahora sin alarmas, sin luz, sin timbres, sin teléfonos, sin calles somos presa fácil de la ley del más fuerte. Cierro las puertas y ventanas, rezo un padre nuestro y me encomiendo a la divina providencia. Sólo por hoy voy a descansar, mañana será otro día, y me recuesto en el único colchón que ha sobrevivido a la hecatombe, y me tapo con una manta que al quedar olvidada en el lavadero todavía se encuentra seca.
Me abrigo y duermo abrazada a la esperanza de mañana, y a la de poder encontrar a mis hijos con vida. Pero no sabía todavía lo que me esperaba.
Quiera Dios que despierte de esta maldita pesadilla. ¿Será que nos hundimos frente a la indiferencia de nuestros hermanos inundados. ¿No era que les pasaba a ellos? ¿Por qué ahora a nosotros? ¿Por qué a mí? ¿Buenos Aires inundada? ¡Diosssssssssssssss!
 Jamás desperté. Jamás supe de mis hijos. Morí ahogada junto al resto de los mortales porteños, junto al resto de los mortales del país y del mundo. Lo bueno es que tampoco me enteré. Yace mi cadáver irreconocible e hinchado en mi búnker violeta de Villa del Parque, búnker que jamás volvió a ser visitado.

lunes, 6 de mayo de 2013

¡A mis amores!

                     Llora mi alma en pena

Se desangra mi espíritu moribundo
Por recuperar el amor de quienes
Por amor parí y por desamor perdí
Por ser tan débil y errada
¿Es que en este vil mundo
no puede una ser siquiera humana?

¿Es que en este mundo salvaje
hay que ser perfecta
para que no te lapiden
hasta matarte?

¿Es que en este mundo juez
hay que ser santa
para que no te silencien
hasta olvidarte?

¿Es que en este mundo cruel
es necesario ser muda
Para que no te aniquilen
Con silencios eternos?

Hay acaso que ser perfecta
Para que a uno lo  quieran en serio
Los hijos, la pareja, los hermanos
Los amigos y los padres?

Cometer errores y no ser Santa...
¿Qué más pides de mi Dios mío?
¿Para Qué me creaste tan imperfecta?
¿Para ahuyentar a quienes más amo?

De rodillas te suplico me contestes
Cuáles son mis tan repudiados pecados
Que me hacen merecedora de tan cruel destierro
Del corazón de mis seres más amados…

Mi corazón desgarrado en mil pedazos sangrantes
Clama a gritos ahogados en llantos desbordados
El perdón de quienes parece sin quererlo he lastimado,
El de mi madre, el de mis hijos, el de mis hermanas,
El de todos mis seres más amados!

¿Será madre que tú has vivido y sentido
Este profundo dolor en tu propio cuero?
Será madre que el despelleje cruel adolescente
Con el que te denostamos
Te desgarró en mil locuras desparramadas
En tu ya minada fortaleza por penas añejas?

¿Será madre que aun no vuelves del automartirio
Refugio en el que te exiliaste porque no sientes
Ni el amor ni el perdón de todos los pichones
Que abrigó tu vientre merced a tu corazón
Entonces todavía crédulo?

¿Será madre que ahora, en zapatos parecidos a los tuyos,
Tendré que esperar treinta años de oscuro dolor,
Desgarrantes ausencias  y alienante incertidumbre
Para escuchar de quienes yo albergué en mi vientre,
Con mi corazón todavía crédulo, que son mis hijos tan amados,
Lo que este pichón que albergó   el tuyo,
Sí puede, con emoción sanadora del alma, gritarte que es "¡¡¡Madre te amo!!!”?

Lic. Marcela María Etchebehere

jueves, 7 de febrero de 2013

Nico y su esposa Guelmis paseando por Orlando con Santiago de visita

Hijo necesito tu perdón

Hijo necesito tu perdón






Tu voz no está hijo

sigue tu fantasma

Hecho carne en mi corazón

No me mates más con el rencor

Extraño tus ojos verdes, tu amor



Tu voz no está hijo

Y el silencio absurdo

Lastima mis oídos

No es más que un malentendido

Extraño tus charlas amenas, tu risa



Tu voz no está hijo

El recuerdo rotundo

Hecho presencia en mi alma

No me abandones más en el olvido

Extraño tus apuros, tu clamor



Tu voz no está hijo

Mil imágenes en mi mente

Hecha trizas mi maternidad!

No me tires más en la miseria cruel del dolor

Extraño tu piadoso perdón, tu humanidad