lunes, 24 de junio de 2013

Lucía y su dentista de confianza

            Lucía era una morocha de ojos verdes, preciosa. De estatura mediana tirando a alta, poseía un cuerpo despampanante. Su figura privilegiada, de cintura fina, muslos bien trazados y pechos turgentes, no había manera de que pasara desapercibida. Arrancaba los suspiros de los varones con los que se cruzaba, o de los que la veían pasar con su andar felino y sensual. Todos tenían sus ojos puestos en ella y todos sin excepción fantaseaban con poseerla. Pero su dentista directamente estaba perdido de amor por ella. Lo había conquistado definitivamente el día que, teniendo ella sólo diecisiete años le había hecho un chiste bastante osado para la formalidad de un consultorio odontológico. Le había pedido a la asistente que fueran dos las amalgamas, cuando el odontólogo le ordenó una. “¿Para qué dos?” le había preguntado el doctor con sorpresa, “si sólo tienes necesidad de un leve arreglo…” Y ella muy chistosa le había respondido a las carcajadas que el babero de tela tenía un agujero también, y que seguramente sería una caries de cuello. Ambos se habían reído mucho por la rara ocurrencia de la adolescente, y de su pintoresca forma de decirlo, pero ella aún ni imaginaba lo caro que le costaría la osadía de ese chiste inocente.
            Fue a partir de ese hielo quebrado x la espontaneidad de su juventud que Lucia despertó la mirada del verdadero ser que se escondía detrás de la inmaculada imagen con su delantal celeste, detrás de este renombrado y maduro profesional que ya peinaba canas en sus sienes. Comenzó así, sin quererlo ella, y tal vez, ninguno de los dos, una sucesión de juegos eróticos aparentemente inocentes, sin que lo fueran para nada. El impecable dentista empezó a despegar la ropa del escote de Lucia, para espiarle sus pechos. Incluso le rogó con cara de carnero degollado que le mostrara un pezón. La buscaban la provocaba, la confundía con sus ojos verdes y su mirada melancólica, como triste; le decía que no quería nada con ella, que él era un hombre felizmente casado, que solo quería verla, admirarle sus pechos jóvenes y generosos. La seducía permanentemente, la acosaba, intentaba quebrar a esta rebelde adolescente, lograr que cayera rendida en sus brazos. Los veintidós años que él le llevaba le habían dado la ventaja de saber perfectamente lo que causaba en esta joven inexperta y con sus hormonas adolescentes a todo vapor. 
            Llegó un día en el que la citó en su consultorio, como siempre, pero no era un día como los demás. Le había dicho a Elda, su secretaria, que se tomara la tarde. Canceló el resto de turnos dados a los otros pacientes de esa tarde, y la esperó solo, en su consultorio. Sabía que esa tarde sería suya. O al menos lo estaba pergeñando así. Tenía incluso un plan b si ella se llegaba a resistir. Pero no pensó jamás que, finalmente, el odio que sentiría por su rechazo sería tal que sí, que lo tendría que utilizar. La inocente llegó al tan familiarmente visitado consultorio en la calle Potosí. Con sorpresa notó que ella era la única paciente en la sala de espera, y esto no le gustó para nada. Sintió que algo no estaba bien, pero desestimó su buena percepción. ¿Cómo iba a desconfiar del odontólogo de toda su vida? Incluso había sido el dentista de cabecera de sus padres en su juventud. No. No podía desconfiar de ese hombre. “¿Y Elda?” preguntó la ingenua. "Se tomó la tarde porque tenía trámites que hacer." le contestó el crápula mintiendo descaradamente, al tiempo que empezó a acercarse a la ya un poco tensa adolescente e intentó abrazarla. Ella dio un paso atrás. Él insistió pero esta vez, decidido, se abalanzó sobre ella para besarla en la boca con prepotencia. Ella se resistió y luchó. Quiso zafar de sus brazos y correr, pero ya no lo logró. La adolescente lo pateaba y pegaba y había empezado a gritar. ¡Eso no lo podía permitir! Le clavó una aguja en el cuello con un anestésico y la dejó paralizada al instante. Ella no pudo moverse más, pero seguía con estupor cada movimiento de su ahora desconocido odontólogo. De pronto sin poder hacer nada, vio como él acercaba una máscara que salía de un tubo como los de oxigeno, y se la puso sobre la boca y la nariz. Desesperada por respirar ella inhaló, obligada, alguna clase de gas, que la puso como borracha, porque a ella le empezó a dar mucha risa, y eso que lo que él estaba haciendo no era gracioso para nada.  "¿Te resistís putita?" le repetía, "Te dije que algún día te haría la completa, y no me refería a la dentadura precisamente" le vociferó a las carcajadas, divertidísimo con la joven. "¡Mirá cómo te hago mía, quieras o no!" le espetó, la violó y le sacó uno a uno todos los dientes. Cuando terminó, ya había llegado la noche, la sacó del consultorio y la llevó a una plaza de otro barrio.  La sentó en un banco y allí la dejó, mareada, confundida, con el cuerpo magullado y con su boca vacía.

martes, 4 de junio de 2013

Hachof y su madre-mujer

          
            Nadie sabía, ni jamás supo, lo terriblemente loco y enfermo que era Hachof. No era un hombre bello pero había algo muy interesante en él. Su nariz prominente, achatada contra su rostro, estaba quebrada por la mitad, aplastada como si se hubiera dado de lleno la cara contra una pared, o como si hubiera sido boxeador por muchos años, y hubiera recibido muchos golpes fuertes en el tabique. Pero sus ojos tenían tanta luz que inmediatamente uno dejaba de verla. Vivía, a sus cincuenta y seis  años con Irene, su anciana madre de ochenta y pico. Era hombre de una sola mujer. Su madre. Sin embargo sus ojos verdes y su aparente dulzura habían cautivado a más de una incauta. Todas habían tratado infructuosamente de conquistar a ese hombre de una vez y para siempre. Pero Irene tenía un poder muy especial sobre él, podía perder alguna que otra batalla insignificante con ésas, a sus ojos, chiruzas que oficiaban de geishas complacientes con su hijo al que, muy adrede, lo llamaba "mami" en presencia de ellas, ignorándolas por completo, haciendo preguntas del tipo "¿Mami, te preparo unos ñoquis?", omitiendo, también ex profeso, incluir a la de turno en la invitación.

            En sus tiempos mozos, en los que aún había alguna esperanza para él, de que Irene lo soltara, se había casado con una cocinera que le dio cinco hijos que fue obligada a abortar, en el secreto más absoluto, por este hombre que se negaba a ser padre,  porque no podía dejar de ser hijo de su buena madre. La había humillado de mil maneras, hasta le  había pateado el trasero, en todas las ocasiones que había sido necesario hacerlo con tal de que ninguno de los embarazos pudiera llegar a término. De haber sucedido eso, Hachof no hubiera dudado en ahogar al recién nacido. Pero no. Lamentablemente ninguno de los cinco lo logró. O por fortuna. De cualquier manera esos seres no llegaron a nacer. Irene se encargaba muy bien de hacerle conocer esta historia a la siguiente incauta; lo hacia como "sin querer", como suponiendo que Hachof se lo habría contado de su propia boca. Pero no, él se cuidaba muy bien de no contar las historias "de amor" anteriores.


            Un día gris de junio, cercano a su cumpleaños, llegó inesperadamente a su vida, Muriel, una dulce viuda que, necesitada de afecto y de un hombre, se dedicó de lleno a atenderlo. A él y a Irene, claro. El romance, muy a  pesar de Irene, creció hasta que un día resultó demasiado real para esta madre que no soportaba la idea de que a su hijo se lo llevara para siempre una cualquiera. No se sabe bien si ella lo emplazó para que dejara a esa mujer o por qué motivo Hachof tomó tan drástica decisión tan pronto e hiciera lo que jamás nadie se hubiera imaginado. La invitó a cenar a su casa. Cenarían en el patio, a la luz de la luna llena, en compañía de Irene, que como siempre, estaría presente entre ellos. Cuando Muriel, ya sentada a la mesa, conversaba relajada y animadamente con la anciana mujer, Hachof le asestó un golpe certero, mortal en la nuca con su pala jardinera, con una fuerza descomunal, muy propia de él. La desprevenida y confiada Muriel cayó seca, muerta al instante, a los pies de Irene. “¿Era esto lo que querías mamá?” gritó Hachof. “¿¿¿¿Era esto????” Sin embargo, a pesar de su furia, un dejo de congoja se sintió en su voz. Nunca más se supo nada de Muriel, ni nadie preguntó más. Sin embargo se rumorea  que por las noches su alma sigue rondando la casa de Hachof y su perversa madre, y dicen las malas lenguas que él e Irene la enterraron en el jardín, justo debajo de la mesa en donde cenan todas las noches a la luz de la luna.

La mujer de su vida

Salvador creyó que el amor golpeaba a su puerta otra vez. ¡A sus ochenta y ocho años!
Había conocido, por esas cuestiones del azar, a Miguelina, una pulposa divorciada, unos treinta años menor. La casualidad los había juntado  en una reunión de consorcio, de esas embolantes a las que él no solía ir. Pero, justo a ésa, fue.

Se había sentido embelezado al verla, esos labios rojos, húmedos, carnosos que le daban marco a sus dientes perfectamente alineados e increíblemente blancos. ¡Qué bella es! pensó Salvador. Sus ojos brillaron cuando ella le devolvió la sonrisa. ¡No lo esperaba pero así sucedió! Estaba sorprendido y algo anonadado por la reciprocidad que percibió. No pudo quitarle ya la mirada de encima, y ella, consciente de esto, cruzaba y descruzaba sus piernas dejando al descubierto buena parte de sus muslos, y de vez en cuando, la entrepierna. ¡Él se estaba volviendo loco! Y ella lo sabía. Finalizada la reunión ya les resultaba incontenible la atracción sexual que había nacido entre ellos. Fueron directamente al departamento de él en el octavo piso.

Fueron tres los días que vivieron en éxtasis total, al menos así los vivió él. Durmieron acurrucados, abrazados; se despertaban y volvían a hacer el amor, era increíble la virilidad que esta mujer le despertaba. Cocinó incluso para ella, limpió el departamento, en los entretiempos en que ella parecía dormir muy plácidamente. Aprovechó e hizo lugar en su placard y sacó todas las porquerías que le había dejado su sobrino nieto cuando le había prestado su departamento. Finalmente, al caer la tercera noche, Salvador se sentía exhausto. Se durmió feliz, abrazado a Miguelina. Agotado.

Se despertó con las primeras luces del amanecer. Estiró su brazo para acariciar a su amada. Pero ya no la encontró. Ella se había levantado de la cama, al parecer, antes de que cantara el gallo. Se levantó desesperado, angustiado, la buscó por todas partes, en el baño, en la cocina. Nada. ¡Ni un rastro de ella! Se sintió ridículo, confundido. Había confiado en ella, su Miguelina, tanto, que le había dado las llaves de su departamento… Y lo que es peor, le había contado con orgullo que guardaba diez mil dólares en su departamento, ¡y le había dicho dónde! Miró apresuradamente la caja de zapatos donde los guardaba para descubrir que, lamentablemente, no estaban más allí.

¡La muy hija de puta se había llevado su dinero! ¡Sus ahorros de años! ¡¡¡La muy puta!!!
¡Esto no quedaría así! ¡No señor! ¡La muy perra no sabía lo que le esperaba!
La llamó al celular y le dijo que debía volver con urgencia al departamento. No le dijo nada sobre la desaparición del dinero. Ella llegó agitada y apoyó el paquete de medialunas recién hechas, todavía calentitas sobre el desayunador. Quiso abrazarlo pero él la rechazó. ¡¡¡La muy hija de su madre seguía fingiendo pasión por él!! No se juega así con los sentimientos y el orgullo de un hombre entrado en años. ¡¡¡Qué idiota se sintió!!!  No pudo contenerse más y, con furia y dolor, comenzó a gritarle, la acusó de haberle robado los dólares. "¡Ladrona, perra puta!" le gritó. Ella lo miraba atónita sin entender cuando él, de pronto, la apuntó con su cuarenta y cinco, "¡devolveme mi dinero o te mato perra” la amenazó con su rostro transfigurado. “¡Yo no te robé nada, te lo juro, yo te quiero Salvador!", sollozó suplicante, temerosa por su vida. "Perra mentirosa" la insultó a puro grito, y la mató,  a quemarropa, de dos disparos en el pecho.



Se quiso matar pero no pudo, cuando vino la policía y se lo llevó preso. En ese momento recordó. Él mismo había sacado el dinero de la caja de zapatos para esconderla en una alforja de los patines en desuso de su sobrino nieto, cuando acomodó el placard. Y, olvidado de esto, la había tirado en el contenedor de basura de la calle cuando hizo espacio para la ropa de Miguelina. La amnesia senil le había jugado una mala pasada. Ahora no podría ya disfrutar de sus ahorros. Ni solo ni con Miguelina. Y allí viviría, en el peor de los infiernos, los años que le quedaran, solo, con su propia locura, en ese oscuro calabozo. Sabiendo que por error había matado a la mujer de su vida.

La perfecta compañera

            Hacía mucho, mucho tiempo que César  no se sentía tan acompañado como con Carmen. Ella había llegado en el momento justo como para darle fuerzas para sobrellevar la dura realidad que venía soportando desde hacía un año y medio.
             No la había estado pasando nada bien desde esa noche en el Tasso, donde su pasión por el tango, lo había hecho tropezar con quien terminaría siendo la madre de su hijo tan anhelado, y al mismo tiempo, su peor pesadilla romántica, Rosa Borda.
            De Rosa se había enamorado como nunca en la vida, y así de mal le había salido el cuento. El único saldo positivo que le había dejado esa relación intempestiva y llena de vaivenes emocionales, que casi lo había llevado a la locura, era Tobías su hijo tan deseado por años, que había llegado en las postimetrías de su vida, a sus cincuenta y cinco, cuando ya no esperaba tener la dicha ser padre. O, al menos, no en esta vida.
            Así estaban las cosas para él, todo genial con el bebé de sólo siete meses y su recién estrenada paternidad, y todo confusamente doloroso en el vínculo con la madre de su pequeñín. Sus sueños románticos y de vivir en familia, hechos añicos por la dura realidad en la que con Rosa, nada, nada, era sencillo. Estaba claro ya que sólo los había unido un urgente deseo sexual pero después, después de ese sexo desenfrenado, no compartían absolutamente nada, ni la mirada sobre los asuntos cotidianos, ni los valores de la vida; entonces sobrevenía la pelea constante con ella, que  parecía disolver en  angustia y desencanto, todo anhelo de resucitar la relación. ¡No, decididamente, vivir así era un infierno! Sentía que la historia con Rosa ya era un imposible.
            Este era el estado de situación cuando irrumpió en su vida Carmen. La había conocido en una iglesia, a la que ella asistía para lavar la amargura del fracaso de su última relación, de la que había salido muy mal herida, y César no sabía ni supo jamás, hasta que ya no había retorno posible, lo loca que había terminado por culpa de ese tano maldito que la había tenido a maltraer varios años. César de ella no se había enamorado pero tampoco quería que la relación creciera en ese sentido romántico. Quería con ella un vínculo más apaciguado, más calmo. Así fue cómo venía creciendo ese amor más adulto, y se había ido forjando con ella una confianza muy profunda. La veía un poco caótica en algunas cuestiones de su propia vida, pero aun así había algo en ella que como hombre lo convocaba; al menos lo suficiente como para sentirse pleno.
            Fue confiando en ella cada vez mas, incluso le había dado las llaves de su casa y hasta había empezado a dejarla sola con el bebé. ¡Ella era tan dulce con Tobías que el baby se dormía en su regazo! Era una madraza, la perfecta compañera para su postergada paternidad.
Incluso juntos proyectaron el festejo del primer cumpleaños del bebé. Justo caería un sábado, que estaría con él si su madre no enloquecía por alguna estupidez, lo dejaría tenerlo unas horas. Seria el primero de junio. Ese sábado ella, le había prometido cocinarle algo tan especial para el festejo, que él no podría imaginarlo. Claro que él no podría imaginar, lo que esta loca mujer estaba tramando porque  era inimaginable.

            ¡Llegó el tan esperado día! Ella había decorado especialmente la casa con globos y guirnaldas para tan importante ocasión. Él salió a buscar la torta que ella había encargado con antelación en una fábrica no tan cercana, para que él se demorara un poco, lo suficiente para que le diera tiempo a hacer lo que ella por amor tenía que hacer. Cuando César regresó su pesadilla pareció no tener límites. Ella, su adorada y amorosa Carmen, la compañera perfecta, había cocinado al horno al bebé, con papas y cebollas. Y le había colocado, muy cuidadosamente, en el borde de la bandeja,  la tarjeta con una dedicación que había escrito  de su puño  y letra: "Ya nada te unirá a Rosa, mi cielo.". ¡Ahora me tenés sólo a mí! Y corrió a abrazarlo con todo su amor.