lunes, 15 de diciembre de 2008

¡El 17 de diciembre cumplo 5 años sin tóxicos en mi cabeza y sin la barrera de olor y humo que me separaba de los que bien me quieren!

¡Cinco hermosos años sin humo empujada por el amor de mis dos hijos! Acá, las fotos de mis dos amores, Hernán y Nicolás:












¡Gracias a Dios! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias hijos! ¡Gracias Sin Pucho! ¡Gracias a mí!

¡Qué bueno poder oler mis jazmines!
¡¡¡¡¡Cinco años sin encender!!!!!




Acá les pego mi segundo testimonio a Adiós Tabaco, de cuando estaba cumpliendo mis primeros ocho meses sin fumar, allá por agosto del 2004:


Gracias por la bienvenida y les cuento a todos mi historia con el cigarrillo. Yo fumé durante 26 años. Empecé a fumar a los quince. Yo no sabía cómo era la vida sin cigarrillo. Había intentado dejar varias veces con distintos métodos pero ninguno me había dado resultado hasta que me contacté con Sin Pucho. Primero seguí los pasos del grupo desde afuera, escribiendo mails, averiguando, casi durante un año. Tomé la decisión de ir a una reunión, un sábado, cuando mi hijo menor, Nicolás, me presionó para que le dijera cuándo iba a ir a ese lugar en el que me iban a ayudar a dejar de fumar. También Hernán, mi hijo mayor, me presionaba para que dejara de fumar. Me decía: "mamá, vos necesitás pedir ayuda porque sos una adicta", a lo que yo le contestaba: "nene, no digas así porque los vecinos van a creer que yo me drogo o algo así" y él me contestaba: "pero si te drogás con tabaco, es una adicción, que esté socialmente aceptada no quiere decir que no sea una droga que te provoca adicción." Bueno, finalmente "me llevé" a Sin Pucho, un sábado a la tarde fui a La Pharmacie, y ahí escuché las primeras frases que para mí serían claves en esto de intentar parar de fumar: que el tabaco provoca adicción, que las ganas de fumar se van sin fumar, que me pusiera en un bolsillo lo que pensaba que me serviría y que me guardara en el otro lo que no me sirviera en ese momento...y que podía luchar con la siguiente pitada solamente y no con los dos paquetes de cigarrillos que encendía.... Y la verdad fue que me impresionó: me impresionó la calidez del grupo, que nadie me juzgara, que nadie me reprochara, que nadie me dijera lo que tenía que hacer... Para mí entender que el tabaco me provocaba adicción fue algo esencial. Me di cuenta de lo atrapada que me sentía por el cigarrillo. Me di cuenta de que no era una cuestión de voluntad. No era que yo tuviera personalidad débil, poca voluntad, baja autoestima o que no respetara mi propia decisión. Era a una adicción a lo que yo me estaba enfrentando. Para mí, reitero, fue clave, porque tomé la verdadera dimensión del "enemigo" que sentí que tenía que derrotar. Entonces empecé a llevarme todos los días al grupo, y a escuchar durante dos horas los relatos de los compañeros, y a hablar de lo que me pasaba con mi cigarrillo. Yo pensaba que mi adicción era poderosa, que los demás habían podido pero que en mi caso yo iba a necesitar un milagro. Fumadora empedernida, si las hay...ésa era yo. Imposible dejar de un día para el otro. ¿Cómo hacer? ¿Cómo aguantar 24 horas sin prender? ¡Qué admiración por quienes lo habían logrado ya! ¡Qué bueno! Para mí sonaba a increíble. Entonces en la tercera reunión sucedió algo milagroso para mí: me sentí tan contenida por el grupo…sentí que todos sabían lo que me pasaba...que todos me entendían. Yo escuchaba a los compañeros, y... estaban hablando de mí, cada uno hablaba de sí mismo, pero hablaban de mí....lo que relataban.... era lo mismo que me pasaba a mí. Y entonces me

"tiré a la pileta". Salí de esa reunión, repito, la tercera, y me dije a mí misma: ahora estoy acompañada, ahora tengo que poder decirle no a la siguiente pitada... Y me animé y recuerdo que tiré el segundo atado de cigarrillos ya comenzado a la basura. Y me interné en el grupo. Todos los días durante cuarenta y cinco días no falté ni a una sola reunión. Y desde entonces sigo sin prender. Algo que todavía me cuesta creer. y que me emociona hasta las lágrimas... (Algunos de ustedes lo saben porque sigo llorando cada vez que hablo de esto en las reuniones, ¡Qué le voy a hacer! ¡Me sigo emocionando!) Gracias a que me vi reflejada en ese espejo fragmentado que fueron mis compañeros de Sin Pucho para mí, hoy puedo decir Gracias por haber estado ahí para mí, Gracias por haberme escuchado, Gracias por haber compartido sus experiencias conmigo, Gracias por haberme bancado llorando... Gracias.... porque por todo eso hoy puedo decir que el 17 de agosto cumplí 8 meses sin prender... Y me vuelvo a emocionar... No sabía lo que era vivir sin cigarrillo y ahora descubro lo maravillosa que es la vida sin humo. Puedo oler... si se viene la lluvia... puedo oler...la tierra mojada... puedo sentir el olor de la piel de mis hijos... puedo sentir el aroma de una flor… puedo sentir el olor al verde de las plantas.... puedo saborear las comidas... puedo protegerme de los olores desagradables o nocivos.... puedo correr un colectivo… subir una escalera... puedo tener paciencia para escuchar sin la urgencia de prender… puedo hablar sin fumar... puedo.... puedo... puedo... Y me emociona poder... y puedo porque está mi grupo ahí para mí, puedo... porque están todos ustedes con sus testimonios, puedo... porque de todos aprendo...Les reitero: yo pensé que era un caso único, de aquellos, que así nomás no iba a poder... que me iba a costar sangre, sudor y lágrimas... Y para colmo: estaba en uno de los peores momentos de mi vida: como suelo decir, había tocado fondo: me habían despedido del laburo, falleció para esa época mi ex esposo y padre de mis hijos, se fracturó la cadera mi madre, se me murió la perra... todo en el transcurso de cinco meses aproximadamente.... lo único que hacía era fumar.... hacía zapping con el control remoto del televisor sin mirar ningún programa... no hacía otra cosa que fumar... mis hijos querían venir a decirme algo y huían despavoridos cuando se encontraban con una nube de humo en mi cuarto "cuando termines de fumar vuelvo mami" me decían... (y ¿cuándo terminaba de fumar?.... no terminaba... era un cigarrillo tras otro). Bueno en ese marco de cosas estaba cuando llegué a Sin Pucho. Y les repito: ¡Pude... pude.... pude.... pude! ¡Gracias a mí y a ustedes...! Y hoy estoy absolutamente feliz... feliz... feliz....Y los problemas...algunos... se van superando...otros no....o sí...pero cuesta... los duelos se van haciendo... las circunstancias de la vida cambian... otras no... las cosas pasan, otras se quedan,… vienen y se van... pero yo sigo sin fumar... Y ya van.... ocho meses... sin prender... Sólo por hoy le digo no a la siguiente pitada...

¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Muchas Gracias!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Marcela



Claudio Valverde <cevalver@sinpucho.com> wrote:

Marcela:

si no me equivoco es la primera vez que escribis a la lista en

ese caso te doy la bienvenida, es una alegría además de verte en Sin

Pucho, encontrarte aquí también. Te invito a que nos cuentes lo que

tengas ganas acerca de tu historia de fumadora y aprovecho para

comentarte algo acerca del funcionamiento de Adios Tabaco, que como

podrás apreciar es muy similar al funcionamiento de nuestros grupos

presenciales.






jueves, 11 de diciembre de 2008

Rosa amarilla


Ja ja ja. Estoy con el tema de las rosas. Esta es amarilla. ¿No es hermosa también?

domingo, 17 de agosto de 2008

Hola, esta es una rosa china que logré hacer crecer en mi balcón. ¿No es hermosa?
La foto está tomada por mí.

viernes, 15 de agosto de 2008



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Aqui está la hora

jueves 22 de noviembre de 2007
Imagenes Educación
Una pequeñas fotos relacionadas con la educación espero les guste...



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Publicado por L.C.E. Osvaldo Roberto López Ortiz en 9:07
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Suscribirse a: Enviar comentarios (Atom) Educadores: Actores En El Proceso Educativo
En éste blog encontraras temas relacionados con la educación, donde se expresarán ideas sobre como se está viviendo el fenómeno educativo al rededor del mundo,articulos, congresos, talleres y además de comentarios críticos y reflexivos a la educación y con respecto a la mejora de PEA. En resumen este blog esta diseñado para todas aquellas personas preparadas y comprometidas con la educación, que desean ser escuchadas, que tienen fé en que la educación hace milagros

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Educadores: Actores En El Proceso Educativo
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He aqui el porque de la creación de éste Blogg...
Estámos pasando por momentos de sumos aveces cientifícos, descubrimientos, avances sociales, en fin, el mundo avanza a pasos agigantados, generando a su vez más y más información, y más medios para transmitirla, enriqueciendo así a la humanidad; poniendo en bandeja de plata el conocimiento.La educación a su vez, se enfrenta a nuevos retos el cómo hacer para mejorse así misma utilizando a sus mejores piezas, a los educadres. Gente verdaderamente comprometida con el perfeccionamiento de la habilidades plenamente humanas.Análizar, reflexionar, críticar, informar y aportar soluciones en lo concerniente a la educación. Hacer participar a los educadores que son unos de los principales actores en el proceso educativo.

Datos personales
Osvaldo Roberto López Ortiz
Orizaba, Veracruz, Mexico
Estudiante de la licenciatura en Ciencias en la Educación, actualmente cursando el 5° semestre de dicha carrera. Mi compromiso con la noble vocación a la que he sido llamado, es el ser una de la personas que mejore en mi contexto la formación humana, mediante la educación. Ser positivo y positivista, pensar y análizar, idealizar y realizar, son la actitudes con las cuales manejo ahora mi vida.
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jueves, 10 de julio de 2008

Galería pública de Marcela María Etchebehere

Aquí les dejo el álbum público mío. La portada es una foto de mi cara de cuando tenía 32 años, hace mucho ¡buah!¡sniff! Incluye fotos de mis hijos, que también están grandes. ¡Espero que les guste! Besos virtuales.






Álbum de Marcela Etchebehere

jueves, 26 de junio de 2008

El accidente, 1980

Cinco. Cinco minutos faltaban para las siete a.m. de ese 9 de junio lluvioso y gris del invierno de 1980. Mi cabeza estallaba en mil pedazos y no lograba juntar un pensamiento con otro con coherencia. Sólo la idea de no romper mi récord de presentismo escolar, me disuadió de seguir durmiendo. No sin esfuerzo, me levanté, primera, como siempre, para ocupar el baño antes de que el resto de la familia se despertara, hiciera su aparición y todo se complicara.
Mis viejos todavía dormían, al igual que mis hermanas. Sólo estaba levantada Ana, la fiel empleada de la familia para los quehaceres domésticos, y amiga mía desde mis trece años, mi hermana mayor postiza. Para entonces ya hacía cuatro años que nos preparaba el desayuno y el resto de comidas, y nos atendía con cariño y paciencia infinita. Nuestra querida Ana.
Con el dolor de cabeza a cuestas me levanté dispuesta a bañarme para ver si lograba sentirme mejor. Me bañé, y regresé a mi dormitorio, envuelta en mi toallón, para vestirme. Me puse el uniforme, la camisa blanca de mangas cortas, el jumper gris, las medias verdes, y volví al baño a peinarme, no sin antes despertar a Diana, la menor de mis hermanas, con quien compartía la habitación. "Vamos, levantáte antes de que te ocupen el baño..." le dije. Se levantó como disparada por un resorte y nos fuimos juntas. Ya en el baño, por la puerta entreabierta vi que mi mamá se había levantado y pasaba a la cocina-comedor diario a desayunar. “¿Estará hoy de buen humor?”, pensé. Al ratito nomás, cruzó otra vez para su cuarto.
Estuve perdida entre el espejo y mis pensamientos unos minutos, hasta que bajé a la realidad: ya estaba haciéndose la hora de salir. A las 7 y cuarto llegaría el micro a buscarnos, y yo en veremos. Abrí, apurada, la puerta del baño. El tiempo se detuvo. Un silencio mortal, una especie de enorme vacío me envolvió. Como filmado en cámara lenta, vi cómo la puerta del dormitorio de mis padres se inflaba, igual que un globo, se volvía convexa, con una panza a punto de explotar. Una fuerza descomunal me abrazó y traspasó todo el cuerpo. Sentí que un silencio mortal me aislaba por completo del mundo, y que un vacío oscuro, frío, espectral se apoderaba de todo mi ser. No supe más de mí. Días después me enteré de que el ruido de la explosión se había escuchado en varias cuadras a la redonda. La onda expansiva me había tirado al suelo.

* * *
Como en un sueño, o pesadilla, me veo a mí misma levantándome del suelo. ¿Qué pasó? ¿Dónde estoy? ¿No estaba acaso en mi casa? Mis padres, mis hermanas, Ana. ¿Dónde están todos? Hay humo, y calor. Un ambiente enrarecido me envuelve. Y la angustia. ¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué pasa?!
Me dirijo al cuarto de mis padres, abro la puerta. ¿No estaba hinchada hace un rato? Supe tiempo después que la puerta no existía más, sólo en mis ganas. Mamá y papá se estaban levantando cada uno de su lado de la cama. Hay algo de humo en el cuarto, veo algunas llamas en el suelo. ¡Una revista ardía! Pero... todo bien, todo normal... ¿Normal? No vi la verdad. Estaba todo mal. Después supe cuál era la verdadera escena que mis ojos se habían negado a ver. Era demasiado terrible.
* * *
La sensación era la de tener ganas de correr, tenía que huir, tenía que pedir ayuda. ¿Por qué? No lo sabía todavía, tenía que correr, tenía que buscar auxilio. Mis padres, mis hermanas, Ana. Estaban todos allí. En ese ambiente enrarecido. ¡¿Qué pasó por Dios?! ¡Alguien que me lo explique..! ¿Me pueden explicar? Silencio. Angustia. Desesperación. ¿Quién podría explicar lo inexplicable?
Corrí, corrí, corrí. Crucé sin mirar la avenida Corrientes. Algunos conductores me tocaron la bocina, ofuscados. Otros me vociferaron improperios. Yo estaba como loca. Y parecía una. Horas después me miré al espejo. Tenía el cabello chamuscado, y las cejas y las pestañas se habían consumido por el calor. No me había dado cuenta pero había salido corriendo sin zapatos, con mis medias verdes y en mangas cortas de camisa, en pleno invierno, un día lluvioso gris, terrible, y con los ojos desorbitados de pánico e incertidumbre. No lograba articular una frase coherente, ni siquiera recuerdo lo que decía. Creía repetir: “auxilio, mis padres, mis hermanas, Ana. Están todos adentro”. Quería hablar con los que me cruzaba por el camino. No me entendían. ¡Qué soledad! ¿En qué idioma estaría hablando? Me miraban con asombro y extrañeza en sus rostros, o con absoluta indiferencia. ¡¿No me entienden?! ¡Auxilio! ¡¿En qué idioma estaré hablando?! Corrí, corrí, no sabía siquiera a dónde. De pronto vi el cartel y recordé: "Gli Amici", el restaurante al que íbamos a cenar todos los sábados con mis padres, hermanas y amigos. ¿A quién acudir en un momento así sino a los amigos? Entré corriendo, tratando de aclarar mis ideas para poder ponerlas en palabras. No podía pensar, menos que menos hablar con la necesaria claridad para que se me pudiera entender. ¡Mis padres, mis hermanas, Ana! No sé lo que pasó. Algo pasó. No sé qué. Una bomba, un terremoto, un derrumbe, no lo sé. Sólo sé que una fuerza extraña me tiró al piso, sólo sé que sentí un calor que me quemaba la piel, como si hubiera tomado mucho sol, todo de golpe. Sólo sé que salí corriendo de casa, que casi me pisan los autos en la avenida, sólo sé que necesitan ayuda. ¿Bomberos, policías, ambulancias? “¿A quién querés llamar?”, me preguntó el hombre del restaurante. "No sé. A todos juntos. No sé lo que pasó", recuerdo haberle contestado. El muchacho se abocó a llamar por teléfono, y yo volví corriendo a mi casa, para saber cuál era la situación, pero con el corazón más tranquilo, sabiendo que alguna clase de ayuda llegaría.

* * *

¡Qué dolor! No olvidaré jamás, la imagen espectral de mi mamá, saliendo de casa, envuelta en jirones de ropa pegada a su piel, caminando lentamente por el pasillo, y absolutamente mareada, confundida, con la mirada perdida vaya a saber dónde. "¿Qué pasó?" repetía entre los ayes de dolor. Caminaba despacito, lentamente, como al borde de caerse. ¡Por Dios una ambulancia! ¡Está sangrando! ¡No tiene piel en algunas partes de su cuerpo! ¡Tiene el desabillé, el camisón, los ruleros, la ropa interior, la frazada, el acolchado, todo, hecho uno con su piel! ¡Le duele, grita de dolor! ¿Dónde está la ambulancia? ¿Viejo dónde estás? ¿Estás bien? ¿Chicas, dónde están? Andrea, Diana, Ana. ¿Dónde están? Lo veo a mi papá apoyado contra un marco. ¿Viejito cómo estás, qué pasó?
* * *

¡Llega la ambulancia por fin! ¿Por qué tardó tanto? "Andá con mami", me dijo angustiado mi viejo. "Yo estoy bien. Acompañála vos, así yo me quedo cuidando a las nenas y la casa." “¿Bien?”, le pregunté yo. “Viejo vos no estás bien, estás sangrando. ¡¿Qué pasó?! Sangrás. Subíte a la ambulancia, vos también tenés que ir al hospital”, le ordené con firmeza.
* * *

Se los llevaron a ambos en la ambulancia. No pregunté ni a qué hospital. La falta de experiencia de mis 17 años. ¿Adónde se los llevarán? ¿Cómo encontrarlos, dónde buscarlos? Le pregunté a un policía. Ellos ya nos informarían. Nuestro departamento se llenó de policías y bomberos. Ya no pudimos volver a entrar. ¿Algún adulto responsable? “Se acaban de ir en la ambulancia”, contesté. “Nuestros viejos.” La vecina se ocupó de avisarles a mis tíos. Al rato estuvieron ahí. “¿Qué pasó?” preguntaron azorados. “No lo sabemos. Todavía la policía no nos ha informado nada. A los viejos se los llevaron en una ambulancia. Sangraban.” ¡¿Qué fue lo que pasó?!
* * *

Horas más tarde nos explicaron: hubo una pérdida de gas. Estaban repavimentando la calle. Con unas maquinarias enormes levantaban los adoquines para luego asfaltar. Parece que el caño maestro de la calle, el caño grande que suministra la manzana, se fisuró y perdió gas. El gas, se coló, silencioso, por debajo del piso, y encontró salida por la habitación de mis padres. Y allí se acumuló, asechando, a la espera de la combinación fatal con el oxígeno, y de la chispa que lo hiciera detonar.

* * * *

Pobre mamita. Fue a su dormitorio a prender un cigarrillo, después de desayunar. Cuando yo la vi pasar, cuando yo estaba en el baño con la puerta entreabierta. Para entonces no sabía que esa era la última vez que vería a mi madre sana, llena de vida, linda, joven a sus cuarenta y cinco. Esa última vez, por la hendija que dejaba la puerta entreabierta. Mi pobre, querida, y a veces, por aquellos tiempos adolescentes, tan odiada madre. Ella fue la que al encender el cigarrillo, produjo la chispa que esperaba, anhelante, el gas. Chispa que encontró la proporción exacta, la combinación justa, perfecta, fatal, de gas y oxígeno, como para producir un efecto “horno” antes de estallar todo en mil pedazos, antes de generar una onda expansiva que hizo volar todo por el aire. Fue como si cada partícula de aire se hubiese vuelto incandescente por unos instantes, como si cada partícula de aire se hubiese encendido por arte de magia, para apagarse segundos después al consumirse la última molécula de oxígeno. La chispa y la combinación fatal, en el momento justo. Justo cuando acababa de verla pasar hacia su dormitorio. Justo cuando todavía era mi mamá. Odiada. Amada. En ese momento. En ese preciso momento. A las siete menos cinco de aquel lunes 9 de junio, gris, lluvioso, triste, muy triste.
La siguiente vez que la vi, ya era jirones junto con sus mantas, arrastrándose con ellas como una flor desgarrada en gajos colgantes, sin ánimo, con el espectro de la muerte sobre sus hombros. ¡¿Qué te pasó mamá?! ¡¿Por qué?! Yo, por momentos te odiaba. ¡Tenías un carácter tan podrido! Eras incluso por momentos violenta. Y muy egoísta. Egocéntrica. Llegué a odiarte con todas mis fuerzas en muchas ocasiones. ¡Pero no tanto! ¡¿Quién te destruyó?! ¡¿Qué te hicieron?! ¡Mamá....! ¡Papá....! ¿Dónde están? ¿A dónde se los llevaron?
* * *

Mis hermanas y yo estábamos bien. Andrea se había quemado un poco las manos al querer ayudarla a mamá. Diana y yo estábamos ilesas, al menos físicamente, a pesar de la onda expansiva y la corriente de aire caliente, que nos quemó un poco el cabello, en particular a mí, y las cejas y las pestañas consumidas. Sentía ardor en la piel como si hubiera estado excesivamente expuesta al sol. Ana tenía una leve herida en el cuero cabelludo. Un pedazo de vidrio de las ventanas que habían estallado, voló, le pasó rasante por la cabeza y le hizo una peladilla, y una pequeña lastimadura. Pero estábamos todas básicamente bien. Los que salieron realmente lastimados fueron mamá y papá. Y para entonces, todavía no sabíamos cuánto.
* * *

Mi tío Enrique, hermano de mamá, se ocupó del tema. A él le informaron que se los habían llevado primero al Hospital Ramos Mejía. Allí les hicieron las primeras curaciones. Excelente trabajo el de los médicos de guardia. Estuvieron allí unas horas. Luego los trasladaron al Instituto del Quemado, en Pedro Goyena al 800. No nos contaron nada al principio. Tenían más del cincuenta por ciento del cuerpo quemado. Con quemaduras graves. No nos dejaron verlos. Durante las primeras cuarenta y ocho horas a mamá; y a papá, pudimos verlo nueve días después.
* * *

"Tu mamá está en la cama 219", me informó una de las enfermeras. Fui hasta esa cama. Era como una especie de carpita blanca. Encontré una señora completamente desnuda y rapada. Tenía unos vendajes enormes en las manos, tan enormes que parecía tener manos de gigante. Manos enormes, inertes, yaciendo inmóviles a los lados de ese cuerpo flaco, y desnudo, con varias zonas en carne viva. La cara era redonda y enorme, no tenía cuello. Era una cara de luna, directamente pegada a los hombros. Los ojos, uno entreabierto apenas, y el otro absolutamente cerrado, con unos párpados gordos, hinchados, como en tres o cuatro pliegues. La nariz era gruesa, ancha, al igual que los labios gordos y carnosos. “Rasgos africanos”, pensé. ¡Qué enfermera tonta! ¡Esta no es mi mamá! Se confundió de cama.
Fui al office de las enfermeras. Encaré a la tonta que me había dado mal el número de cama de mi mamá. ¿No se da cuenta de que hace dos días que no la veo? ¿No sabe que no sé qué les pasó a mis viejos? ¿No sabe que estoy re angustiada porque no sé cómo están? ¡Tengo urgencia por ver a mi mamá y la muy boba se equivoca de cama! "Se equivocó de cama. Esa no es mi mamá" le dije a la enfermera estúpida muy secamente, para no ser maleducada. Ella, con ternura, y con una mirada infinitamente piadosa, que nunca olvidaré, me pasó su brazo por los hombros, a modo de abrazo y me dijo: "Querida, sí es tu mamá. Lo que pasa es que los quemados se hinchan". Me costó entender. No podía creerlo. ¿Esa mujer era mi mamá? Imposible.
* * *

Volví a la cama 219 y traté de encontrar a mi mamá en ese cuerpo deformado por las quemaduras. Me acerqué, no sin esfuerzo, dolor y miedo. Puse especial empeño por encontrarle los ojos, la mirada. Quería ver si era en serio mi vieja. Le miré fijamente el único ojo entreabierto. Parecía que me veía. Pero no podía moverse. Apenas podía hablar. Creí escucharla pedirme algo, en susurros. No podía modular bien. Sus labios estaban demasiado gordos. Yo no podía entenderle nada. Con el ojo entreabierto, me miraba a mí, implorante, y luego parecía señalar la mesa de luz. Volvió a susurrar unas palabras. Viejita, cómo estás. ¿Sos vos?, quería preguntarle pero no lo hice. ¿Cómo decirle que estaba irreconocible? ¿Para qué hacérselo notar? Al fin le entendí. Me pedía que le diera algo de la mesa de luz. Tenía una caja de Lexotanil guardada en el cajón. ¿Cómo iba a darle yo Lexotanil? ¿Y si le hago daño sin querer? ¿Debo o no debo hacerlo? ¿Y si se siente muy mal y siente que yo le fallo por no hacerle caso? Tal vez, los médicos se negaron, y ella se siente mal y piensa que son unos sádicos, que no entienden que ella necesita más Lexotanil para tranquilizarse. ¿Estaré haciendo bien en no darle? ¡Por Dios! ¿Qué debo hacer? No voy a darle ningún remedio. Me siento una hija de p... ¿Pero y si se descompensa? Mamá no me pidas esto, pedíme agua, compañía, lo que quieras pero no me pidas que te dé un tranquilizante. No puedo decidir esto yo. Mejor hablo con un médico y le explico. No quiero que sufras vieja. Le voy a decir al médico. Otra cosa no puedo, no debo hacer. ¡Qué duro! Todo muy difícil ¡Y todo por culpa de mis inexpertos diecisiete años! Me sentí terriblemente impotente, inútil. ¡Y cómo me pesaba mi sentido del deber! Me pesaba como una enorme montaña sobre mis hombros. Y la culpa me martillaba el alma.

* * * *
Día 9 del después. Por fin puedo ver a mi viejito. Ya lo pasaron a cuidados intermedios. Él dormía en el momento de la explosión. Se asustó tanto que se infartó. En medio del desastre nos buscó a Diana y a mí debajo de los escombros. Se quemó por eso las manos y las piernas. Por buscarnos a Diana y a mí debajo del material todavía caliente. “¡Marcela, Diana..!”, había gritado nuestros nombres mientras nos buscaba. Su corazón no lo había resistido. Se infartó. Cuando nos permitieron verlo, nueve días después, ya estaba, aparentemente, fuera de peligro. No nos habían dicho nada, pero había estado al borde de la muerte. Cuando lo vi, me miró con una mirada muy triste. Vi en sus ojos su dolor. Tenía la boca seca. Le costaba hablar. Me preguntó angustiado por mamá. “Ella está bien”, le mentí. “Viejito, vos ahora te tenés que preocupar por mejorarte vos” le dije. Me pidió que le avisara a los médicos que quería verla. Quería corroborar él mismo que ella estaba bien. También me preguntó por mí y por las “nenas”, refiriéndose a mis hermanas. “Viejito, estamos todas bien” lo tranquilicé.
“Quiero verla a mamá” insistió. Fui a hablar con los médicos. Me explicaron que no era posible todavía. Mi mamá estaba muy mal. Estaba grave y se veía muy mal. A los nueve días todavía estaba muy hinchada. Se le había infectado el pabellón de la oreja izquierda y lo tenía tan hinchado que parecía un monstruo. Todavía no la podían vestir, le habían hecho ya sucesivas operaciones para injertarle piel en las manos. Le habían sacado piel sana de las piernas para los injertos. Si mi viejo la veía así no le iba a hacer bien. Y el aspecto anímico en el paciente quemado es fundamental. Si él se deprimía, iba a tener serias dificultades para curarse. No podían permitir que se deprimiera. Ni que se angustiara, porque recién se estaba recuperando del infarto. Le tuve que mentir a mi papá, otra vez. Le inventamos, con los médicos, que como estaban en salas generales, él, de varones y ella, de mujeres, no podían cruzarlos de sala, por el resto de internados. Que cuando ambos estuvieran en condiciones de levantarse, les permitirían encontrarse en el pasillo, en la antesala. Eso tomó un mes más de tiempo. Recién a los cuarenta días pudieron verse. Mientras tanto tuvimos que ir conteniéndolos a uno y a otro, tranquilizándolos con respecto al otro, diciéndoles, mintiéndoles que estaban bien, pero que debían estar mejor para poder levantarse. Mi viejo se había quemado el lado izquierdo de la cara, el hombro y brazo izquierdos. Él estaba durmiendo en el momento de la explosión y dormía sobre su lado derecho. El efecto “horno” le quemó así el lado izquierdo. Pero se quemó mucho las manos y las rodillas por buscarnos a Diana y a mí entre los escombros calientes. Mi pobre viejito..., tenía tanto anhelo por curarse que, me contó uno de los médicos, soportaba las curaciones sin anestesia. Porque le habían explicado que de ese modo, la piel reacciona más rápidamente y crece cubriendo las zonas dañadas. “Tu viejo es un ser increíble” me había dicho uno de los médicos. “No quiere que le pongamos anestesia cuando le hacemos las curaciones en las manos; quiere curarse pronto por ustedes y por tu mamá. Entonces cuando lo curamos, para no sentir dolor, repite los nombres de sus hijas.”
Cuidarlo y acompañarlo a mi viejo fue algo nada fácil. No se dejaba cuidar. Él quería ser el autosuficiente de siempre. No le gustaba molestar. Cuando empezó a recuperarse, se iba solo al baño, para no pedir el papagayo, y para no “molestar” siquiera a las enfermeras; saltaba para bajarse el pantalón del pijama, porque a duras penas podía usar sus manos. Después no sé cómo se las ingeniaba para subírselos. Pero él, no quería molestar... Y frente a sus hijas mujeres, sentía demasiado pudor. Simplemente no permitió que lo ayudáramos en asuntos íntimos. Compañía, sí. Pero cuidados, no. Mi tío Juan Carlos, hermano de papá y su mejor amigo, Roberto, jugaron un papel importantísimo en eso. Ambos lo cuidaron todos los días. ¡Qué hermano! ¡Qué amigo! ¡Qué Amigo, con mayúsculas! Fueron todos y cada uno de los días a verlo.
Su amigo hizo por él algo fuera de serie todos los días: como mi viejo, su querido amigo, había adelgazado mucho, le compraba afuera del hospital, en una parrilla cercana, algún plato favorito de mi viejo, por ejemplo, bife de chorizo, vuelta y vuelta, con papas fritas, y corría para que no se le enfriara, y le daba de comer bocado a bocado, nutriéndolo de cariño y compañía. ¡Qué amigo!
* * *

Para cuidarla a mi vieja, nos turnábamos mi hermana Andrea y yo, la esposa de mi tío Enrique, mi tía Betty, y unas tías abuelas, hermanas de mi abuela materna. Pero Andrea y yo, teníamos diecisiete años. Estábamos cursando quinto año en el colegio Mater. Nos dejaban ir los fines de semana, y después sí, ya pasado el mes, y empezadas las vacaciones de invierno, no fuimos al viaje de egresadas y nos turnábamos para cuidarla todos los días en distintos horarios. Amén de que la gente en general, al principio del desastre, ofrece su ayuda diariamente, pero al ver que la convalecencia se prolonga empiezan a espaciar sus visitas y su ayuda. Y Diana, tenía tan sólo trece años…
Fue duro cuidarla a mi vieja tratando de que no se viera. De que no se enterara de cómo se veía. De que no supiera que le iba a quedar desfigurado el rostro y el cuerpo marcado a fuego. No hay espejos en el Instituto de Quemados, obviamente, pero de noche, cuando bajaban las persianas, y cerraban las ventanas, la luz de la sala permitía que uno se viera reflejado en los vidrios, sin la nitidez de un espejo, pero con la suficiente como para que mi madre “adivinara” cómo era entonces su nueva fisonomía. Fue muy duro la primera vez que descubrió esto. Se deprimió mucho. Simplemente no quería vivir más.
* * *

No supe, ni lo supe nunca dónde había quedado Diana en el momento posterior a la explosión. La última vez que la vi, estaba detrás de mí, las dos empezando a caminar hacia nuestra pieza, estábamos atravesando el hall intermedio a donde dan todas las puertas de los dormitorios, los dos baños, la puerta de la cocina y del comedor. Justo después de haberla visto pasar a mi vieja hacia su cuarto. Justo después habíamos salido del baño con Diana hacia nuestro dormitorio. Justo en ese momento, cuando vi la puerta del cuarto de mis viejos hincharse. Justo en ese momento a las siete menos cinco de ese triste y gris nueve de junio, muy triste, muy gris.
No recuerdo haberla visto a Diana cuando me levanté del suelo. Lo único que recuerdo es que entré a la habitación de mis viejos y la escena que en realidad vi debe haberme dado pánico. Por eso creí ver otra escena, o la recuerdo muy distinta de lo que sé que fue a partir de lo que pude reconstruir de datos reales. No pude haber abierto ninguna puerta porque la puerta de la habitación de mis viejos ya no existía, había volado en mil pedazos. La verdadera escena era completamente diferente. Terrible.

* * *
Andrea dormía todavía a las 7 menos cinco, en una habitación que estaba al otro lado del hall. Tenía su puerta cerrada, y la puerta del baño chico estaba abierta, y como abría hacia afuera, quedó formada como una doble puerta que protegió su habitación. La onda expansiva la rodeó como en una especie de u, en cuyo centro quedó intacto su dormitorio. El ruido de la explosión la despertó. Salió corriendo de su cuarto, y el panorama que encontró fue el siguiente: mi papá nos buscaba a Diana y a mí entre los escombros, mi mamá estaba tirada de espaldas en la cama, con la cabeza del lado de los pies. Trataba de levantarse y no podía, su desabillé, su camisón de plush, sus ruleros, todo se había unido en una masa pegajosa que le impedía incorporarse. Lloraba y se quejaba, desconcertada. Yo no estaba. Mi viejo revolvía los escombros gritando los nombres de Diana y el mío. Andrea quiso ayudarla a mi viejita a incorporarse y también se quemó algo las manos. Y ahí salieron juntas caminando despacito al compás de los ayes de dolor de mi mamá. Eso fue lo que vi cuando regresé de pedir ayuda, mi mamá caminando por el pasillo con la ayuda de Andrea, mi viejo diciéndome que me fuera yo en la ambulancia. Diana..., no sé dónde estaba. Sólo recuerdo ese pasillo lúgubre y gris, largo y frío por el que caminaba ese espectro en el que se había convertido mi madre.
* * *
¿Cómo creí estar abriendo una puerta que ya no existía? ¿Cómo no vi que mi mamá estaba tirada en su cama al revés, con la cabeza del lado de los pies? ¿Cómo no vi que tenía puesto el desabillé? ¿Cómo no razoné que era imposible que estuviera levantándose de la cama con el desabillé ya puesto? ¿Cómo fue que creí ver que cada uno de ellos se levantaba hacia cada lado de la cama? ¿Cómo fue que no escuché sus quejidos de dolor? ¿Qué vi? ¿Cómo puede ser que no recuerde nada de esto? Yo sólo sé que salí corriendo. ¿Fueron mis diecisiete años, la confusión que tenía, o fue mera cobardía? ¿Cómo vi tan mal? ¿Cómo pude ser tan ciega? Por más que me empeñe, no puedo recordar....Sólo recuerdo que yo tenía que buscar ayuda, pero por la desesperación, ni siquiera atiné a usar nuestro teléfono. Huí despavorida pidiendo a gritos auxilio. Y nunca más paré. Huí toda mi vida. Corrí toda mi vida pidiendo socorro. Desde ese día lluvioso y gris, desde ese 9 de junio de 1980, a las siete menos cinco. Con el corazón roto. Con la culpa y el dolor a cuestas martillándome el alma. * * *

Algunas reflexiones mías

Me duele el país
Me duele el país cuando veo las calles sucias y desiertas de alegría.
Me duele el país cuando veo niños con sus caras sucias y sus ojos tristes, recorriendo los subtes y los trenes implorando por una moneda que aunque llegue no será de ellos.
Me duele el país cuando veo profesionales capacitados trabajando por monedas que a duras penas les alcanzará para sobrevivir.
Me duele el país cuando veo cómo los argentinos nos robamos y nos matamos entre nosotros.
Me duele el país cuando veo en las noticias que muchos niños mueren por desnutrición.
Me duele el país cuando veo las bocas de mis congéneres con piezas dentales que brillan por su ausencia.
Me duele el país cuando veo los zapatos gastados de la gente.
Me duele el país cuando veo a la gente con sus hombros vencidos y sus ojos cansados.
Me duele el país cuando veo casasquintas espectaculares con súper rejas que dejan afuera a mucha gente con hambre.
Me duele el país cuando hay que luchar seis años por una cuota para el sustento de menores.
Me duele el país cuando un niño es abusado.
Me duele el país cuando un niño es abandonado.
Me duele el país cuando un niño no está bien alimentado y educado, y ni siquiera sabe que su vida debía haber sido distinta.
Me duele el país cuando me entero por las noticias que otra persona más ha sido secuestrada y mutilada por dinero.
Me duele el país cuando impera el engaño y la mentira.
Me duele el país cuando veo en la juventud el “todo vale”.
Me duele el país cuando veo a padres nerviosos, sobrecargados, maltratar a sus propios hijos.
Me duele el país cuando veo a los piqueteros.
Me duele el país cuando escucho gente quejarse porque los piqueteros les impiden el paso.
Me duele el país cuando empresas extranjeras contratan a argentinos calificados por un dólar la hora.
Me duele el país cuando la gente que se quiere se traiciona.
Me duele el país cuando por un sueldo son capaces de vender hasta sus conciencias.
Me duele el país cuando miro a mi alrededor y sólo veo indiferencia.
Me duele el país cuando veo que los niños quedan solos durante las largas jornadas laborales de sus padres.
Me duele el país cuando veo que nuestros valores están absolutamente trastocados.
Me duele el país.
Me duele mi país.
Argentina, país querido ¿qué te hemos hecho?
Por Marcela María Etchebehere
2001

Un niñito de escasa edad, ofrece sus estampitas a señoras gordas y abrigadas, cuyos dedos atiborrados de oros, apenas pueden mover para sostener toda clase de accesorios indispensables para sus vidas. Carteras, bolsos, guantes, gorros, bufandas, paraguas, libros y agendas hablan por sí solos de su buen pasar. Pero sistemáticamente nodean sus cabezas, mientras que, con una sonrisa de conmiseración le dicen: "No, gracias." Sin culpas, ni remordimientos porque si no, estarían fomentando la explotación de menores que algún oscuro adulto podría estar realizando sobre él. Y si no, prontito, sin mirar y tratando de olvidar rápidamente el episodio, la misma señora gorda, meterá su mano atiborrada de oros en su bolsillo, tratando de no enganchar con sus anillos la tela de su trajecito inglés, para sacar unos cuantos centavos que tranquilizarán su conciencia por un tiempito, (¿días, meses, años?) y la harán sentirse mejor consigo misma, y continuará leyendo, muy concentrada, su libro recientemente adquirido en una librería de moda.
Por Marcela María Etchebehere
2000



Un nene llora profusamente. Está sentado con la cola sobre sus talones. Su madre, un par de metros más allá, sentada en un banco del andén, mira impávida la pared que en frente, se yergue tan fría e indiferente como ella. "¿Qué te pasa tesoro?" Le pregunto yo, desde mi corazón todavía crédulo. Llanto y más llanto es todo lo que consigo, a pesar del intento por utilizar mi voz más dulce. "Tiene hambre", me informa su madre con voz seca y grave, quien hasta hacía instantes era una con el banco de cemento. Obvio. Tiene HAMBRE. ¡Tiene HAMBRE! ¿Somos capaces de entenderlo? Estamos tan anestesiados afectivamente, que ya ni siquiera somos capaces de entender la verdadera dimensión de lo que esto significa. Nos sentimos tan impotentes que duele, y por eso miramos para otro lado. Esa es nuestra anestesia: no ver. Ojos que no ven, corazón que no siente, reza el dicho popular. Pero porque no lo veamos no deja de existir. Allí está ese niño, y allí estará él con su madre al día siguiente aunque yo no lo vea. Y aunque yo no lo vea, mañana también tendrá hambre, y pasado mañana, y pasado, y pasado, y pasado. ¿Habrá para él un mañana?
El mundo debería ser como un gran hogar. En una casa donde hubiera al menos un adulto, no debería faltarle el alimento a ningún menor. Mientras en el mundo viviera por lo menos un adulto no debería faltarle el pan a ningún niño, sea hijo de quien sea. ¿Dónde estamos los adultos del mundo? ¡Qué humanos! Tendríamos que ser un poco más animales. ¿Qué tal si nos copiamos de los lobos e imitamos su espíritu gregario? ¿Una loba amamantó a Rómulo y Remo? Pero después nos auto-denominamos católicos, cristianos, o religiosos de cualquier credo, y por supuesto, nos sentimos fieles a nuestras creencias; y cada domingo, si vamos a misa, nos persignamos después del sermón. Ya podemos estar en paz. ¿Podemos?
Por Marcela María Etchebehere
2000

El ser humano debería aprender de sus propios errores. La historia mundial nos demuestra que ninguna guerra resolvió ningún conflicto. Sólo causó más daño, mayor dolor y muerte, a más gente. La vida del ser humano debería ser el valor más importante a defender por encima de cualquier interés político, religioso, económico, racial, personal o de cualquier otra índole.
Los millones invertidos en armamentos deberían estar al servicio de la vida humana del mundo entero: en planes de desarrollo y crecimiento para pueblos atrasados y hambrientos. Sólo la justicia social y la igualdad de calidad de vida para cada ser humano sobre la tierra podrá detener el odio y el terrorismo. La guerra no. Necesitamos justicia social para el logro de la paz mundial. Y como escuché una vez de boca de Guillermo Jaim Etcheverry: si no lo hacemos por solidaridad o por piedad, hagámoslo por miedo.
Por Marcela María Etchebehere


Está tan devaluada la vida humana. Leemos en los diarios: "mataron a un adolescente para robarle sus zapatillas, mataron a una familia porque no podían cobrar una deuda de 25.000 pesos, le dispararon cuando se resistió a que lo robaran, lo asesinaron para robarle la bicicleta". Es terrible. Esta clase de noticias son moneda corriente todos los días. Sabemos que salimos de nuestras casas, pero no sabemos si realmente regresaremos. ¿Puede la vida de un ser humano valer menos que un par de zapatillas? ¿Entendemos lo que esto significa? ¿Somos concientes de lo enfermos que estamos? Algo no está bien en nuestra sociedad si estos hechos ocurren con tanta frecuencia. No son hechos aislados que puedan ser atribuidos a la locura pasajera de algún inadaptado. Son hechos relacionados entre sí, y mientras no seamos capaces de entender esto, mientras no seamos capaces de empezar a preguntarnos por qué suceden estas cosas, en qué medida cada uno de nosotros es responsable de su gestación, cuál es la verdadera razón de su origen, cuáles son los factores que coadyuvan para que se produzca este resultado, mientras no seamos capaces de hacer todo esto, no seremos capaces tampoco de modificar nada. Si ni siquiera podemos ver nuestros errores, menos vamos a estar en condiciones de corregirlos. Algo estamos haciendo mal. Y creo que ya es hora de, por lo menos, tomar conciencia de esto. Y de admitirlo.
Por Marcela María Etchebehere
2000

Dos cuentos cortos

Estos son dos cuentos cortos de mi autoría. ¡Espero que les gusten! ¡Acepto críticas... y comentarios..!
Besotes.
Marcela



Era flaco, huesudo, enjuto. Los surcos de su rostro reflejaban una vida plagada de sufrimientos y miserias. No. Decididamente el hombre no la venía pasando bien. Su ropa de colores desvaídos combinaba perfectamente con sus zapatos gastados, otrora buenos, incluso, finos.
“Señores el sida nos afecta a todos… Soy un HIV positivo” anunció desde una garganta decidida pero algo rasposa, seca. Su voz sonó como un latigazo, algo gutural, en medio del silencio obligado provocado por el alboroto ruidoso del tren y sus férreos chirridos.
Acompañando sus palabras, empezó a posar sobre las piernas de los pasajeros, unas estampitas con el nombre de un centro de rehabilitación para enfermos de SIDA….”Una colaboración….una colaboración… una colaboración….”
El silencio se profundizó aún más, o tal vez, fue el ruido del tren que opacó las voces, y hasta pareció volverse todavía más estrepitoso.
No se alzó voz alguna que se animara a decir… “acá… tome…”, o al menos no se oyó.
Subsumido en ese cortante silencio, lacerante silencio, frunció su ceño aún más….y encorvó su espalda, como si estuviese sintiendo una puñalada en el estómago.
Su cara se transfiguró. Con una mueca, que intentó ser una sonrisa que dejó al descubierto la falta de algunas piezas dentales, empezó a recoger las estampitas.
Con los dientes que le quedaban, bien apretados masculló… “el Sida nos afecta a todos”…mientras un terror visceral empezó a recorrer y a apoderarse de las espinas vertebrales de unos cuantos pasajeros, paralizándolos de una parálisis que les provocó una inacción que ni siquiera les permitió huir, muy parecida inacción de la indiferencia anterior, pero ahora nada indiferente...
El flaco huesudo enjuto, pinchaba a diestra y siniestra las piernas de los azorados pasajeros… con una jeringa llena de su sangre infectada….
“¿Vieron?” repetía… “¿Vieron? El SIDA nos afecta a todos.”
Por Marcela María Etchebehere

Otro:

Era un hombre soberbio. Su metro noventa, esbeltos, de espaldas anchas y cintura fina que terminaba en unos glúteos bien formados, algo flacos, tal vez. Su cabello, mezcla de matices de hilos de oro y plata, dorados de un cabello en otros tiempos rubios, y destellos plateados de unas canas brillantes; cabellos largos, por debajo de los omóplatos, atado en una cola de caballo con mechones como caídos al descuido, bordeando sus mejillas, como encuadre final de su rostro perfecto. “¡Qué lindo es!” pensó Julia el primer día que lo vio. Él entraba ese día, con paso decidido y frente bien alta, al salón donde se reunían todos los jueves el mismo grupo de científicos. Cada jueves, durante mucho tiempo, Julia esperaba con anhelo su llegada. Ese hombre la daba vuelta. Eso era un hecho. Físicamente le encantaba. Esos hombros cuadrados, su espalda ancha, su porte bien viril. Esa manera suya de caminar con ese andar tan seguro, de quien sabe que es observado y que gusta, y pisa fuerte….
Se habían conocido hacía ya varios meses cuando la tesis del doctorado de ella, y la investigación científica de él, los había reunido en una casualidad sin escape. El día en que lo vio entrar, supo, supo de inmediato que entraría a su vida. No sabía bien cuándo. Pero sabía que inexorablemente ese hombre sería suyo. ¿O sería al revés? Bueno de cualquier manera, sus destinos estaban entrelazados. El sentimiento de Julia por él fue creciendo sostenidamente, al ritmo de sus investigaciones y encuentros. Ya, el intercambio no se circunscribía únicamente a los jueves. Como al pasar… con diversos pretextos habían convenido encontrarse por fuera de las reuniones de los jueves.
Se habían encontrado un viernes. Ella había sido la que le había preguntado si tenía un rato para discutir sobre su tesis y él, bien dispuesto, hasta entusiasmado, le había dicho que sí. Se habían encontrado, tratando ambos de imponer un halo de indiferencia en sus miradas y rostros, sin éxito. Sus expresiones los dejaban al descubierto. El brillo de sus ojos los delataba. Al llegar el momento de despedirse Julia fue la que, otra vez, se había animado. “¿Tenés algo que hacer o tenés un rato más?” le había preguntado justo cuando él detenía su camioneta 4 x 4 todo terreno en la parada del colectivo que la llevaría tristemente a su casa. “No, preciosa” le había contestado él. “No tengo compromisos hoy… Pero preciosa….¿estás segura?” “Estoy segura” le había contestado Julia. Y fue así como ese amor loco, loco e intenso amor había empezado de manera desenfrenada y había llenado todos los huecos de sus almas y de sus corazones.
Empezaron a verse asiduamente, a encontrarse cada vez que podían para hacerse el amor apasionadamente. Ella estaba feliz… Su corazón desbordaba de alegría. Sabía que estaba en presencia del amor de su vida. No le importaba un bledo los veinte años que él le llevaba. Para ella, era un Dios…era un ser divino que había venido a transformar su monótona vida … en una maravillosa vida…. de amaneceres húmedos y cálidos… de sábanas revueltas… cabellos desatados… y sueños hechos realidades de brazos y piernas abrasadas en abrazos eternos de besos calientes e intensos.
Pequeños gestos de control empezaron a vislumbrarse ante los ojos entrenados de una Julia experta en violencias no evidentes. Epítetos aparentemente cariñosos… “mi putita….”, “estás muy loquita…”, y cosas por el estilo, con voz muy dulce y cariñosa, mientras le acariciaba el cabello… pero todas desvalorizantes… caricias de conmiseración….humillantes….controles desmedidos sobre sus horarios y actividades… abruptos pedidos de silencio, gritos inesperados y fuera de contexto, demandas y exigencias…insólitas… habían logrado a alarmarla.
Su corazón malherido de mil heridas añejas, no cicatrizadas del todo, empezó a flaquear y a no querer entender. Todos los lunes y los martes en el departamento de él parecían ser los tiempos oportunos, y el escenario adecuado para que a él se le desatara la locura violenta. Ya la había amenazado varias veces con romperle la cara de una trompada… Pero Julia lo había tomado como un pésimo chiste… malhumorado… y nada más…hasta que habían empezado a aparecer las hilachas de una violencia escondida en ese corazón roto de su amado, que ya había sido operado varias veces a pecho abierto. Julia lo veía como a una especie de Dr Yekyll y Mr Hyde… Un dulce inteligente culto y amable que de pronto se transformaba en un monstruo irreconocible e irrefrenable.
Pero ese martes, ese martes fatídico, en el que le había vuelto a creer su amor…, una vez más de las cíclicas veces en las que la había convencido de que arreglaran sus diferencias en la cama, había ido a su casa, como siempre. Habían cenado el manjar exquisito que le había preparado él con todo su amor. Habían compartido el mejor vino. Se habían amado como nunca. Él la había abrazado tanto… que lo había sentido tan parte suya…tan cerca… tan insólitamente suyo…tan íntimamente comunicados… pero internamente había sentido un cierto dejo de soledad… algo no estaba ya bien del todo… Pero ese día…era casi como una despedida. Todo muy especialmente iluminado a la luz de su amor y de sus velas. Finalmente se adormeció de una paz infinita y de un cansancio pesado, embriagador…
De pronto lo vio: parado, soberbio, con sus cabellos de oro y plata, caídos sobre su rostro perfecto; erguido, firme, rígido y con su rostro perfecto, enrojecido, transformado por el enojo violento, mirándola desde su esbelta figura… con su veintidós apuntándole al corazón.
“¿Por qué?” atinó Julia a preguntarle… “¡¿Por qué?!” La angustia de sus ojos parecía hablar por ella y preguntar todas las preguntas que su boca se negaba a hacer.
“Porque te amo…”, contestó su dios, soberbio de soberbia sin límites, de enojo incurable, y embriagado. “¡Porque te amo!” Y descerrajó las seis balas de la recámara en la cara del amor. “¡Adiós Julia!”
Por Marcela María Etchebehere

Algunas poesías

A mi hijo Hernán


Imperceptiblemente


Surgiste, tuviste vida


Te sentí crecer, naciste


Y fui feliz


Luché, tenaz,


Por conservarte


Por poder acariciarte


Para poder quererte


Casi te escapás…


Un hilo de vida…


Tu unión conmigo


Sólo un hilo de vida


Te conservó La Vida


Y allí más que nunca


Mi amor implacable


Mi amor de madre-niña


Mi amor de ser humano


¡Hernán: te quiero!


Mamá.




Lic. Marcela María Etchebehere







A mi hijo Nicolás


Supe que latías en mí


Y en cuanto llegaste


Te sentí vivir


Y me sonreí...


Tuve algo de miedo


El ya saber cómo podía ser...


No quería sufrir...


¡Y así todo fui feliz!


Naciste, ¡pichón de bebé de 4,120 Kg!


¡Batita triple cero imposible!


Desnudo tuve que tenerte


Envuelto en tu manta celeste


Tomaste frío


Azul te pusiste


Te llevaron a urgencias


¿Otra vez?



¡No! ¡No lo soporto otra vez!


Con lágrimas de dolor

Fui a buscarte a terapia


Casi no podía caminar


¿Dónde está mi bebé?


¡Creí que no podía respirar!


¡Acá está mamá!


Una enfermera me dijo


Venga y abrace a su hijo


Te tomé en mis brazos


Y con esfuerzo caminé


“Me voy”, anuncié.


Estaremos mejor en casa


Julio y Hernán nos esperan


¡Vamos a nuestro hogar!


¡Nicolás: te quiero!


Mamá.




Lic. Marcela María Etchebehere









Una poesía para una amiga


Valiente Ana: te erguiste

Aún dolida


Sobre tu columna vertebral


Malherida


Valiente Ana: desafiaste la muerte


Y ¡Mujer fuerte!


Llenaste de vida el duro destino


Que te tocó en suerte


Valiente Ana: tu mirada


Aguda y noble


Avizoró el horizonte, cada alborada,


Para recuperar el control perdido


Valiente Ana: atravesaste el dolor


Encontrando una nueva partida


De estudio, entrenamiento y esgrima


Y le hiciste “¡touché!” a las heridas


Valiente Ana: ¡dueña de tu vida!


Tu gran fortaleza y entereza


Despiertan mi mayor nobleza


Y ¡me honra tu presencia!


Valiente Ana: te miro¡Y te admiro!


Tu fuerza y tu coraje bendigo


Y a Dios le pido, proteja


Valiente Ana: ¡Mujer que no ceja!


¡Nuestra amistad bendigo!


Y a Dios le pido:


¡También proteja!



Con cariño de tu amiga, Marcela María Etchebehere15/09/2005



Aquí está tu diploma, gracias amiga por enseñarme tanto de la vida, de fortaleza y entereza!!!!!


viernes, 20 de junio de 2008

Algunas fotos mías


Acá estoy con mi hijo menor en Ezeiza, antes de partir a Texas, Enero 2007.









Acá estoy en Misiones, estaba por visitar Las Cataratas del Iguazú. Fue en el 2004



En esta foto tenía 32 años... ¡Buah, hace mucho....!










Acá estoy en la Cumbrecita, en Córdoba, este verano, febrero 2008













Mis hijos

Este es Nicolás cuando tenía 7 años. Ahora tiene 17. Es jugador de básquet.

Este es Hernán, mi hijo mayor, que ahora tiene 25 años, ahí tenía 8 años. Es Perito en Informática, ya se casó y vive en el exterior. ¡Lo extraño! ¡Buah! Igualmente estoy muy feliz por él, ¡porque le va bien!











Estos son de izquierda a derecha, Hernán, mi hijo mayor, que ahora tiene 25 años, y Nicolás, quien cumplió 17.
¡Los súper amo!






Acá estoy con Nicolás, este verano 2008 en Córdoba, y se tomaba el micro a Chaco a visitar a unos amigos.
¿Vieron la altura? ¡Mide 1,85 m!





Nico cuando tenía menos de dos años. Era una dulzura....