jueves, 18 de septiembre de 2014

El motoquero y el escorpión

                       El joven muchacho se despertó con un terrible dolor de cabeza. ¡Increíble que estuviera enfermo! ¿Justo él? ¡Imposible! Siempre se había sentido invencible, con su camperita de lona y sus mocasines de cuero sin medias, sobre su Thriumph. Iba a toda velocidad, pisando a fondo el acelerador, a ciento cincuenta kilómetros por hora por la autopista Gaona, camino a Luján, ida y vuelta; le fascinaba sentir el viento en su cara. Evitaba a toda costa tocar el freno, por lo que desafiaba la gravedad y su propia cordura; y a pesar de que se le congelaban las manos por el frío, no paraba hasta que de tanto temblar, llegaba a dolerle la cadera. ¡Para él eso era volar!

            Pero esa mañana, cuando despertó, se sintió raro. Su nariz había crecido desmesuradamente de la noche a la mañana. Pensó que algo, extrañamente, iba a poner fin a sus vuelos. No podía moverse. Ni un solo músculo de su fibroso cuerpo le respondía. Le costaba incluso respirar. Tosió, angustiado, dolorido, y vio sangre en su saliva y un líquido espeso de color violeta. Asustado, llamó a su padre con el único susurro que alcanzó a emitir. Sentía que su vida se le escapaba de ese cuerpo flaco y joven de dieciocho años. Su padre acudió pronto a su auxilio. Vio a su padre correr angustiado por él, entraba y salía de su dormitorio como un loco. Todavía consiente sintió cómo su padre lo alzó en sus brazos y corrió con él a cuestas como una cuadra hasta el consultorio de su médico. Lo último que escuchó, ya estando casi inconsciente, fueron las palabras del doctor, que le decía “tenés que aguantar muchacho”, a la vez que le introducía unas pinzas por la nariz y golpeteaba repetidamente con ellas casi hasta su cerebro. “¡No lo tolero!” masculló el joven ahogado por el dolor y por el líquido viscoso. “¡Sé fuerte hijo!”, escuchó de boca de su padre.

 

            Cuando el médico pegó un tirón para sacar las pinzas de la nariz sangrante del adolescente, sacó un bicho enorme agarrado de ellas, forcejeando con fuerza, negándose a salir. ¡Era un escorpión lleno de veneno lo que tenía creciéndole dentro de su nariz! Precisamente en su tabique nasal. Y le había inoculado su veneno poco a poco. El anciano médico le dijo “¡joven, este bicho te estaba envenenando, ahora vivirás!” Pero el pobre pibe murió, ante los ojos azorados de su padre que vio cómo, con el último estertor de vida del muchacho, salió de su nariz y de su boca un líquido viscoso y violeta que cubrió y envolvió por completo al escorpión. 

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