Pero esa mañana, cuando despertó, se sintió raro. Su nariz había crecido desmesuradamente
de la noche a la mañana. Pensó que algo, extrañamente, iba a poner
fin a sus vuelos. No podía moverse. Ni un solo músculo de su fibroso cuerpo le
respondía. Le costaba incluso respirar. Tosió, angustiado, dolorido, y vio
sangre en su saliva y un líquido espeso de color violeta. Asustado, llamó a su
padre con el único susurro que alcanzó a emitir. Sentía que su vida se le
escapaba de ese cuerpo flaco y joven de dieciocho años. Su padre acudió pronto
a su auxilio. Vio a su padre correr angustiado por él, entraba y salía de su
dormitorio como un loco. Todavía consiente sintió cómo su padre lo alzó en sus
brazos y corrió con él a cuestas como una cuadra hasta el consultorio de su
médico. Lo último que escuchó, ya estando casi inconsciente, fueron las
palabras del doctor, que le decía “tenés que aguantar muchacho”, a la vez que
le introducía unas pinzas por la nariz y golpeteaba repetidamente con ellas
casi hasta su cerebro. “¡No lo tolero!” masculló el joven ahogado por el dolor
y por el líquido viscoso. “¡Sé fuerte hijo!”, escuchó de boca de su padre.
Cuando el médico pegó un tirón para sacar las
pinzas de la nariz sangrante del adolescente, sacó un bicho enorme agarrado de
ellas, forcejeando con fuerza, negándose a salir. ¡Era un escorpión lleno de
veneno lo que tenía creciéndole dentro de su nariz! Precisamente en su tabique
nasal. Y le había inoculado su veneno poco a poco. El anciano médico le dijo
“¡joven, este bicho te estaba envenenando, ahora vivirás!” Pero el pobre pibe
murió, ante los ojos azorados de su padre que vio cómo, con el último estertor
de vida del muchacho, salió de su nariz y de su boca un líquido viscoso y
violeta que cubrió y envolvió por completo al escorpión.
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