miércoles, 14 de abril de 2021

La última visita de Muriel

            Ese sábado ella se decidió a visitarlo. Hacía meses que él le insistía que fuera a su casa en Coolbrook, en las afueras de la ciudad, un lugar en el medio de la nada. Fue difícil para ella manejar su Nissan rojo por esas carreteras inhóspitas y desoladas por las que solo asomaban animales salvajes de toda clase. Venados, ciervos, tigres y hasta coyotes se le cruzaban por esos angostos caminos rodeados de puro bosque. Las ramas de los frondosos árboles parecían querer alcanzarla para ayudarla a llegar más pronto ¿o para sacarla de su ruta? Ella no estaba demasiado segura de la respuesta. Luchaba contra sus propios miedos. El Universo confabula en mi favor, se repetía a sí misma. Pronto estaré en su casa. A salvo. ¡Seguro! ¿Seguro? No era momento de dudar. Debía seguir su camino antes de que las sombras de la noche oscurecieran más esos sinuosos caminos. La ruta que se suponía la conduciría a este hombre que, sin ser un adonis, la subyugaba, parecía llevarla al medio de la nada misma.

No sabe cómo, pero llegó por fin. Las ganas de abrazar a su dulce galán habían sido más fuertes que sus temores, y allí estaba, a punto de golpear a su puerta cuando de repente esta se abrió, y allí estaba él, aguardándola con sus brazos abiertos. La invitó a pasar a su living-room. Su casa, regular, de un solo piso, se veía bastante ordenada para un hombre que vivía solo desde el fallecimiento de su madre, acontecido casi una década atrás. Esa prolijidad fue lo que permitió que Muriel se percatara de las escopetas y armas de distinto calibre desparramadas por doquier. Vio por la ventana el extenso terreno que rodeaba la propiedad, un pasto muy prolijo cerca, y unos cuantos metros más allá, unos pastizales crecidos en forma irregular y desprolija, terminaban en un frondoso bosque de árboles un tanto grisáceos y anejos.  “No veo vecinos alrededor”, pensó para sí la ya inquieta Muriel.

  “Vamos a caminar un rato”, la invitó él, “quiero mostrarte algo”, agregó.  Presurosa, Muriel lo siguió traspasando un umbral que no debió. Caminaron por un sendero que conducía hacia una playa privada, el lugar era paradisíaco. La arena, dorada, casi blanca, brillaba a la luz de la puesta del sol. Muriel sintió una tenue brisa en su rostro y sus cabellos bailaron al compás de las alas de las gaviotas que revoloteaban por la orilla de un mar azul cristalino.  Él la abrazó y la besó con mucha ternura. Hacía tiempo que no se sentía así, pensó ya más tranquila, y se dejó  llevar por este nuevo sentimiento, y le devolvió los tiernos besos.  La completa puesta del sol, llenó de sombras el bonito y privado lugar, y ella pensó que sería mejor regresar a la casa. “Volvamos a tu casa, por favor, si?” le dijo justo cuando él se había dispuesto a hacerle el amor, y se estaba bajando el cierre de su pantalón. El cerró su cremallera bruscamente, disgustado, pero no dijo palabra.

Empezaron a caminar para la casa, mientras Muriel pensaba que lo habia dejado ir muy lejos, que todavia era muy apresurado tener sexo, pero ahora la oscuridad de la noche ya lo cubría todo, y ella volvio a sentirse inquieta.  De pronto sintió que el suelo se abría debajo de sus pies. Cayó con todo el peso de su cuerpo en una trampa caza animales. Oh no, ayúdame! Le gritó a su galán, no ya tan galante. “¡No puedes hacerme esto!”, le espetó, desesperada Muriel. “¡Mirá cómo puedo!”, le contestó él a las carcajadas, mientras cerraba sobre la cabeza de Muriel, la tapa de la trampa. “Esta será tu última visita nena, ahora sos mi residente permanente”. Nadie escuchó los gritos desesperados de la pobre Muriel. Allí permaneció, nunca se supo bien por cuánto tiempo, literalmente enterrada en el medio de la nada. Nadie vio al Nissan rojo cuando se alejó a mediana velocidad y se hundió lentamente en el lago de la playa privada. 


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