Nadie sabía, ni jamás supo, lo terriblemente loco y
enfermo que era Hachof. No era un hombre bello pero había algo muy interesante
en él. Su nariz prominente, achatada contra su rostro, estaba quebrada por la
mitad, aplastada como si se hubiera dado de lleno la cara contra una pared, o
como si hubiera sido boxeador por muchos años, y hubiera recibido muchos golpes
fuertes en el tabique. Pero sus ojos tenían tanta luz que inmediatamente uno
dejaba de verla. Vivía, a sus cincuenta y seis años con Irene, su anciana
madre de ochenta y pico. Era hombre de una sola mujer. Su madre. Sin
embargo sus ojos verdes y su aparente dulzura habían cautivado a más de una
incauta. Todas habían tratado infructuosamente de conquistar a ese hombre de
una vez y para siempre. Pero Irene tenía un poder muy especial sobre él, podía
perder alguna que otra batalla insignificante con ésas, a sus ojos, chiruzas
que oficiaban de geishas complacientes con su hijo al que, muy adrede, lo
llamaba "mami" en presencia de ellas, ignorándolas por completo,
haciendo preguntas del tipo "¿Mami, te preparo unos ñoquis?",
omitiendo, también ex profeso, incluir a la de turno en la invitación.
En sus tiempos mozos, en los que aún había alguna esperanza para él, de que Irene lo soltara, se había casado con una cocinera que le dio cinco hijos que fue obligada a abortar, en el secreto más absoluto, por este hombre que se negaba a ser padre, porque no podía dejar de ser hijo de su buena madre. La había humillado de mil maneras, hasta le había pateado el trasero, en todas las ocasiones que había sido necesario hacerlo con tal de que ninguno de los embarazos pudiera llegar a término. De haber sucedido eso, Hachof no hubiera dudado en ahogar al recién nacido. Pero no. Lamentablemente ninguno de los cinco lo logró. O por fortuna. De cualquier manera esos seres no llegaron a nacer. Irene se encargaba muy bien de hacerle conocer esta historia a la siguiente incauta; lo hacia como "sin querer", como suponiendo que Hachof se lo habría contado de su propia boca. Pero no, él se cuidaba muy bien de no contar las historias "de amor" anteriores.
Un día gris de junio, cercano a su cumpleaños, llegó
inesperadamente a su vida, Muriel, una dulce viuda que, necesitada de afecto y
de un hombre, se dedicó de lleno a atenderlo. A él y a Irene, claro. El romance,
muy a pesar de Irene, creció hasta que
un día resultó demasiado real para esta madre que no soportaba la idea de que a
su hijo se lo llevara para siempre una cualquiera. No se sabe bien si ella lo emplazó
para que dejara a esa mujer o por qué motivo Hachof tomó tan drástica decisión
tan pronto e hiciera lo que jamás nadie se hubiera imaginado. La invitó a cenar
a su casa. Cenarían en el patio, a la luz de la luna llena, en compañía de
Irene, que como siempre, estaría presente entre ellos. Cuando Muriel, ya
sentada a la mesa, conversaba relajada y animadamente con la anciana mujer,
Hachof le asestó un golpe certero, mortal en la nuca con su pala jardinera, con
una fuerza descomunal, muy propia de él. La desprevenida y confiada Muriel cayó
seca, muerta al instante, a los pies de Irene. “¿Era esto lo que querías mamá?”
gritó Hachof. “¿¿¿¿Era esto????” Sin embargo, a pesar de su furia, un dejo de
congoja se sintió en su voz. Nunca más se supo nada de Muriel, ni nadie preguntó
más. Sin embargo se rumorea que por las
noches su alma sigue rondando la casa de Hachof y su perversa madre, y dicen
las malas lenguas que él e Irene la enterraron en el jardín, justo debajo de la
mesa en donde cenan todas las noches a la luz de la luna.
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