martes, 4 de junio de 2013

La perfecta compañera

            Hacía mucho, mucho tiempo que César  no se sentía tan acompañado como con Carmen. Ella había llegado en el momento justo como para darle fuerzas para sobrellevar la dura realidad que venía soportando desde hacía un año y medio.
             No la había estado pasando nada bien desde esa noche en el Tasso, donde su pasión por el tango, lo había hecho tropezar con quien terminaría siendo la madre de su hijo tan anhelado, y al mismo tiempo, su peor pesadilla romántica, Rosa Borda.
            De Rosa se había enamorado como nunca en la vida, y así de mal le había salido el cuento. El único saldo positivo que le había dejado esa relación intempestiva y llena de vaivenes emocionales, que casi lo había llevado a la locura, era Tobías su hijo tan deseado por años, que había llegado en las postimetrías de su vida, a sus cincuenta y cinco, cuando ya no esperaba tener la dicha ser padre. O, al menos, no en esta vida.
            Así estaban las cosas para él, todo genial con el bebé de sólo siete meses y su recién estrenada paternidad, y todo confusamente doloroso en el vínculo con la madre de su pequeñín. Sus sueños románticos y de vivir en familia, hechos añicos por la dura realidad en la que con Rosa, nada, nada, era sencillo. Estaba claro ya que sólo los había unido un urgente deseo sexual pero después, después de ese sexo desenfrenado, no compartían absolutamente nada, ni la mirada sobre los asuntos cotidianos, ni los valores de la vida; entonces sobrevenía la pelea constante con ella, que  parecía disolver en  angustia y desencanto, todo anhelo de resucitar la relación. ¡No, decididamente, vivir así era un infierno! Sentía que la historia con Rosa ya era un imposible.
            Este era el estado de situación cuando irrumpió en su vida Carmen. La había conocido en una iglesia, a la que ella asistía para lavar la amargura del fracaso de su última relación, de la que había salido muy mal herida, y César no sabía ni supo jamás, hasta que ya no había retorno posible, lo loca que había terminado por culpa de ese tano maldito que la había tenido a maltraer varios años. César de ella no se había enamorado pero tampoco quería que la relación creciera en ese sentido romántico. Quería con ella un vínculo más apaciguado, más calmo. Así fue cómo venía creciendo ese amor más adulto, y se había ido forjando con ella una confianza muy profunda. La veía un poco caótica en algunas cuestiones de su propia vida, pero aun así había algo en ella que como hombre lo convocaba; al menos lo suficiente como para sentirse pleno.
            Fue confiando en ella cada vez mas, incluso le había dado las llaves de su casa y hasta había empezado a dejarla sola con el bebé. ¡Ella era tan dulce con Tobías que el baby se dormía en su regazo! Era una madraza, la perfecta compañera para su postergada paternidad.
Incluso juntos proyectaron el festejo del primer cumpleaños del bebé. Justo caería un sábado, que estaría con él si su madre no enloquecía por alguna estupidez, lo dejaría tenerlo unas horas. Seria el primero de junio. Ese sábado ella, le había prometido cocinarle algo tan especial para el festejo, que él no podría imaginarlo. Claro que él no podría imaginar, lo que esta loca mujer estaba tramando porque  era inimaginable.

            ¡Llegó el tan esperado día! Ella había decorado especialmente la casa con globos y guirnaldas para tan importante ocasión. Él salió a buscar la torta que ella había encargado con antelación en una fábrica no tan cercana, para que él se demorara un poco, lo suficiente para que le diera tiempo a hacer lo que ella por amor tenía que hacer. Cuando César regresó su pesadilla pareció no tener límites. Ella, su adorada y amorosa Carmen, la compañera perfecta, había cocinado al horno al bebé, con papas y cebollas. Y le había colocado, muy cuidadosamente, en el borde de la bandeja,  la tarjeta con una dedicación que había escrito  de su puño  y letra: "Ya nada te unirá a Rosa, mi cielo.". ¡Ahora me tenés sólo a mí! Y corrió a abrazarlo con todo su amor.

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