martes, 4 de junio de 2013

La mujer de su vida

Salvador creyó que el amor golpeaba a su puerta otra vez. ¡A sus ochenta y ocho años!
Había conocido, por esas cuestiones del azar, a Miguelina, una pulposa divorciada, unos treinta años menor. La casualidad los había juntado  en una reunión de consorcio, de esas embolantes a las que él no solía ir. Pero, justo a ésa, fue.

Se había sentido embelezado al verla, esos labios rojos, húmedos, carnosos que le daban marco a sus dientes perfectamente alineados e increíblemente blancos. ¡Qué bella es! pensó Salvador. Sus ojos brillaron cuando ella le devolvió la sonrisa. ¡No lo esperaba pero así sucedió! Estaba sorprendido y algo anonadado por la reciprocidad que percibió. No pudo quitarle ya la mirada de encima, y ella, consciente de esto, cruzaba y descruzaba sus piernas dejando al descubierto buena parte de sus muslos, y de vez en cuando, la entrepierna. ¡Él se estaba volviendo loco! Y ella lo sabía. Finalizada la reunión ya les resultaba incontenible la atracción sexual que había nacido entre ellos. Fueron directamente al departamento de él en el octavo piso.

Fueron tres los días que vivieron en éxtasis total, al menos así los vivió él. Durmieron acurrucados, abrazados; se despertaban y volvían a hacer el amor, era increíble la virilidad que esta mujer le despertaba. Cocinó incluso para ella, limpió el departamento, en los entretiempos en que ella parecía dormir muy plácidamente. Aprovechó e hizo lugar en su placard y sacó todas las porquerías que le había dejado su sobrino nieto cuando le había prestado su departamento. Finalmente, al caer la tercera noche, Salvador se sentía exhausto. Se durmió feliz, abrazado a Miguelina. Agotado.

Se despertó con las primeras luces del amanecer. Estiró su brazo para acariciar a su amada. Pero ya no la encontró. Ella se había levantado de la cama, al parecer, antes de que cantara el gallo. Se levantó desesperado, angustiado, la buscó por todas partes, en el baño, en la cocina. Nada. ¡Ni un rastro de ella! Se sintió ridículo, confundido. Había confiado en ella, su Miguelina, tanto, que le había dado las llaves de su departamento… Y lo que es peor, le había contado con orgullo que guardaba diez mil dólares en su departamento, ¡y le había dicho dónde! Miró apresuradamente la caja de zapatos donde los guardaba para descubrir que, lamentablemente, no estaban más allí.

¡La muy hija de puta se había llevado su dinero! ¡Sus ahorros de años! ¡¡¡La muy puta!!!
¡Esto no quedaría así! ¡No señor! ¡La muy perra no sabía lo que le esperaba!
La llamó al celular y le dijo que debía volver con urgencia al departamento. No le dijo nada sobre la desaparición del dinero. Ella llegó agitada y apoyó el paquete de medialunas recién hechas, todavía calentitas sobre el desayunador. Quiso abrazarlo pero él la rechazó. ¡¡¡La muy hija de su madre seguía fingiendo pasión por él!! No se juega así con los sentimientos y el orgullo de un hombre entrado en años. ¡¡¡Qué idiota se sintió!!!  No pudo contenerse más y, con furia y dolor, comenzó a gritarle, la acusó de haberle robado los dólares. "¡Ladrona, perra puta!" le gritó. Ella lo miraba atónita sin entender cuando él, de pronto, la apuntó con su cuarenta y cinco, "¡devolveme mi dinero o te mato perra” la amenazó con su rostro transfigurado. “¡Yo no te robé nada, te lo juro, yo te quiero Salvador!", sollozó suplicante, temerosa por su vida. "Perra mentirosa" la insultó a puro grito, y la mató,  a quemarropa, de dos disparos en el pecho.



Se quiso matar pero no pudo, cuando vino la policía y se lo llevó preso. En ese momento recordó. Él mismo había sacado el dinero de la caja de zapatos para esconderla en una alforja de los patines en desuso de su sobrino nieto, cuando acomodó el placard. Y, olvidado de esto, la había tirado en el contenedor de basura de la calle cuando hizo espacio para la ropa de Miguelina. La amnesia senil le había jugado una mala pasada. Ahora no podría ya disfrutar de sus ahorros. Ni solo ni con Miguelina. Y allí viviría, en el peor de los infiernos, los años que le quedaran, solo, con su propia locura, en ese oscuro calabozo. Sabiendo que por error había matado a la mujer de su vida.

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