jueves, 26 de junio de 2008

El accidente, 1980

Cinco. Cinco minutos faltaban para las siete a.m. de ese 9 de junio lluvioso y gris del invierno de 1980. Mi cabeza estallaba en mil pedazos y no lograba juntar un pensamiento con otro con coherencia. Sólo la idea de no romper mi récord de presentismo escolar, me disuadió de seguir durmiendo. No sin esfuerzo, me levanté, primera, como siempre, para ocupar el baño antes de que el resto de la familia se despertara, hiciera su aparición y todo se complicara.
Mis viejos todavía dormían, al igual que mis hermanas. Sólo estaba levantada Ana, la fiel empleada de la familia para los quehaceres domésticos, y amiga mía desde mis trece años, mi hermana mayor postiza. Para entonces ya hacía cuatro años que nos preparaba el desayuno y el resto de comidas, y nos atendía con cariño y paciencia infinita. Nuestra querida Ana.
Con el dolor de cabeza a cuestas me levanté dispuesta a bañarme para ver si lograba sentirme mejor. Me bañé, y regresé a mi dormitorio, envuelta en mi toallón, para vestirme. Me puse el uniforme, la camisa blanca de mangas cortas, el jumper gris, las medias verdes, y volví al baño a peinarme, no sin antes despertar a Diana, la menor de mis hermanas, con quien compartía la habitación. "Vamos, levantáte antes de que te ocupen el baño..." le dije. Se levantó como disparada por un resorte y nos fuimos juntas. Ya en el baño, por la puerta entreabierta vi que mi mamá se había levantado y pasaba a la cocina-comedor diario a desayunar. “¿Estará hoy de buen humor?”, pensé. Al ratito nomás, cruzó otra vez para su cuarto.
Estuve perdida entre el espejo y mis pensamientos unos minutos, hasta que bajé a la realidad: ya estaba haciéndose la hora de salir. A las 7 y cuarto llegaría el micro a buscarnos, y yo en veremos. Abrí, apurada, la puerta del baño. El tiempo se detuvo. Un silencio mortal, una especie de enorme vacío me envolvió. Como filmado en cámara lenta, vi cómo la puerta del dormitorio de mis padres se inflaba, igual que un globo, se volvía convexa, con una panza a punto de explotar. Una fuerza descomunal me abrazó y traspasó todo el cuerpo. Sentí que un silencio mortal me aislaba por completo del mundo, y que un vacío oscuro, frío, espectral se apoderaba de todo mi ser. No supe más de mí. Días después me enteré de que el ruido de la explosión se había escuchado en varias cuadras a la redonda. La onda expansiva me había tirado al suelo.

* * *
Como en un sueño, o pesadilla, me veo a mí misma levantándome del suelo. ¿Qué pasó? ¿Dónde estoy? ¿No estaba acaso en mi casa? Mis padres, mis hermanas, Ana. ¿Dónde están todos? Hay humo, y calor. Un ambiente enrarecido me envuelve. Y la angustia. ¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué pasa?!
Me dirijo al cuarto de mis padres, abro la puerta. ¿No estaba hinchada hace un rato? Supe tiempo después que la puerta no existía más, sólo en mis ganas. Mamá y papá se estaban levantando cada uno de su lado de la cama. Hay algo de humo en el cuarto, veo algunas llamas en el suelo. ¡Una revista ardía! Pero... todo bien, todo normal... ¿Normal? No vi la verdad. Estaba todo mal. Después supe cuál era la verdadera escena que mis ojos se habían negado a ver. Era demasiado terrible.
* * *
La sensación era la de tener ganas de correr, tenía que huir, tenía que pedir ayuda. ¿Por qué? No lo sabía todavía, tenía que correr, tenía que buscar auxilio. Mis padres, mis hermanas, Ana. Estaban todos allí. En ese ambiente enrarecido. ¡¿Qué pasó por Dios?! ¡Alguien que me lo explique..! ¿Me pueden explicar? Silencio. Angustia. Desesperación. ¿Quién podría explicar lo inexplicable?
Corrí, corrí, corrí. Crucé sin mirar la avenida Corrientes. Algunos conductores me tocaron la bocina, ofuscados. Otros me vociferaron improperios. Yo estaba como loca. Y parecía una. Horas después me miré al espejo. Tenía el cabello chamuscado, y las cejas y las pestañas se habían consumido por el calor. No me había dado cuenta pero había salido corriendo sin zapatos, con mis medias verdes y en mangas cortas de camisa, en pleno invierno, un día lluvioso gris, terrible, y con los ojos desorbitados de pánico e incertidumbre. No lograba articular una frase coherente, ni siquiera recuerdo lo que decía. Creía repetir: “auxilio, mis padres, mis hermanas, Ana. Están todos adentro”. Quería hablar con los que me cruzaba por el camino. No me entendían. ¡Qué soledad! ¿En qué idioma estaría hablando? Me miraban con asombro y extrañeza en sus rostros, o con absoluta indiferencia. ¡¿No me entienden?! ¡Auxilio! ¡¿En qué idioma estaré hablando?! Corrí, corrí, no sabía siquiera a dónde. De pronto vi el cartel y recordé: "Gli Amici", el restaurante al que íbamos a cenar todos los sábados con mis padres, hermanas y amigos. ¿A quién acudir en un momento así sino a los amigos? Entré corriendo, tratando de aclarar mis ideas para poder ponerlas en palabras. No podía pensar, menos que menos hablar con la necesaria claridad para que se me pudiera entender. ¡Mis padres, mis hermanas, Ana! No sé lo que pasó. Algo pasó. No sé qué. Una bomba, un terremoto, un derrumbe, no lo sé. Sólo sé que una fuerza extraña me tiró al piso, sólo sé que sentí un calor que me quemaba la piel, como si hubiera tomado mucho sol, todo de golpe. Sólo sé que salí corriendo de casa, que casi me pisan los autos en la avenida, sólo sé que necesitan ayuda. ¿Bomberos, policías, ambulancias? “¿A quién querés llamar?”, me preguntó el hombre del restaurante. "No sé. A todos juntos. No sé lo que pasó", recuerdo haberle contestado. El muchacho se abocó a llamar por teléfono, y yo volví corriendo a mi casa, para saber cuál era la situación, pero con el corazón más tranquilo, sabiendo que alguna clase de ayuda llegaría.

* * *

¡Qué dolor! No olvidaré jamás, la imagen espectral de mi mamá, saliendo de casa, envuelta en jirones de ropa pegada a su piel, caminando lentamente por el pasillo, y absolutamente mareada, confundida, con la mirada perdida vaya a saber dónde. "¿Qué pasó?" repetía entre los ayes de dolor. Caminaba despacito, lentamente, como al borde de caerse. ¡Por Dios una ambulancia! ¡Está sangrando! ¡No tiene piel en algunas partes de su cuerpo! ¡Tiene el desabillé, el camisón, los ruleros, la ropa interior, la frazada, el acolchado, todo, hecho uno con su piel! ¡Le duele, grita de dolor! ¿Dónde está la ambulancia? ¿Viejo dónde estás? ¿Estás bien? ¿Chicas, dónde están? Andrea, Diana, Ana. ¿Dónde están? Lo veo a mi papá apoyado contra un marco. ¿Viejito cómo estás, qué pasó?
* * *

¡Llega la ambulancia por fin! ¿Por qué tardó tanto? "Andá con mami", me dijo angustiado mi viejo. "Yo estoy bien. Acompañála vos, así yo me quedo cuidando a las nenas y la casa." “¿Bien?”, le pregunté yo. “Viejo vos no estás bien, estás sangrando. ¡¿Qué pasó?! Sangrás. Subíte a la ambulancia, vos también tenés que ir al hospital”, le ordené con firmeza.
* * *

Se los llevaron a ambos en la ambulancia. No pregunté ni a qué hospital. La falta de experiencia de mis 17 años. ¿Adónde se los llevarán? ¿Cómo encontrarlos, dónde buscarlos? Le pregunté a un policía. Ellos ya nos informarían. Nuestro departamento se llenó de policías y bomberos. Ya no pudimos volver a entrar. ¿Algún adulto responsable? “Se acaban de ir en la ambulancia”, contesté. “Nuestros viejos.” La vecina se ocupó de avisarles a mis tíos. Al rato estuvieron ahí. “¿Qué pasó?” preguntaron azorados. “No lo sabemos. Todavía la policía no nos ha informado nada. A los viejos se los llevaron en una ambulancia. Sangraban.” ¡¿Qué fue lo que pasó?!
* * *

Horas más tarde nos explicaron: hubo una pérdida de gas. Estaban repavimentando la calle. Con unas maquinarias enormes levantaban los adoquines para luego asfaltar. Parece que el caño maestro de la calle, el caño grande que suministra la manzana, se fisuró y perdió gas. El gas, se coló, silencioso, por debajo del piso, y encontró salida por la habitación de mis padres. Y allí se acumuló, asechando, a la espera de la combinación fatal con el oxígeno, y de la chispa que lo hiciera detonar.

* * * *

Pobre mamita. Fue a su dormitorio a prender un cigarrillo, después de desayunar. Cuando yo la vi pasar, cuando yo estaba en el baño con la puerta entreabierta. Para entonces no sabía que esa era la última vez que vería a mi madre sana, llena de vida, linda, joven a sus cuarenta y cinco. Esa última vez, por la hendija que dejaba la puerta entreabierta. Mi pobre, querida, y a veces, por aquellos tiempos adolescentes, tan odiada madre. Ella fue la que al encender el cigarrillo, produjo la chispa que esperaba, anhelante, el gas. Chispa que encontró la proporción exacta, la combinación justa, perfecta, fatal, de gas y oxígeno, como para producir un efecto “horno” antes de estallar todo en mil pedazos, antes de generar una onda expansiva que hizo volar todo por el aire. Fue como si cada partícula de aire se hubiese vuelto incandescente por unos instantes, como si cada partícula de aire se hubiese encendido por arte de magia, para apagarse segundos después al consumirse la última molécula de oxígeno. La chispa y la combinación fatal, en el momento justo. Justo cuando acababa de verla pasar hacia su dormitorio. Justo cuando todavía era mi mamá. Odiada. Amada. En ese momento. En ese preciso momento. A las siete menos cinco de aquel lunes 9 de junio, gris, lluvioso, triste, muy triste.
La siguiente vez que la vi, ya era jirones junto con sus mantas, arrastrándose con ellas como una flor desgarrada en gajos colgantes, sin ánimo, con el espectro de la muerte sobre sus hombros. ¡¿Qué te pasó mamá?! ¡¿Por qué?! Yo, por momentos te odiaba. ¡Tenías un carácter tan podrido! Eras incluso por momentos violenta. Y muy egoísta. Egocéntrica. Llegué a odiarte con todas mis fuerzas en muchas ocasiones. ¡Pero no tanto! ¡¿Quién te destruyó?! ¡¿Qué te hicieron?! ¡Mamá....! ¡Papá....! ¿Dónde están? ¿A dónde se los llevaron?
* * *

Mis hermanas y yo estábamos bien. Andrea se había quemado un poco las manos al querer ayudarla a mamá. Diana y yo estábamos ilesas, al menos físicamente, a pesar de la onda expansiva y la corriente de aire caliente, que nos quemó un poco el cabello, en particular a mí, y las cejas y las pestañas consumidas. Sentía ardor en la piel como si hubiera estado excesivamente expuesta al sol. Ana tenía una leve herida en el cuero cabelludo. Un pedazo de vidrio de las ventanas que habían estallado, voló, le pasó rasante por la cabeza y le hizo una peladilla, y una pequeña lastimadura. Pero estábamos todas básicamente bien. Los que salieron realmente lastimados fueron mamá y papá. Y para entonces, todavía no sabíamos cuánto.
* * *

Mi tío Enrique, hermano de mamá, se ocupó del tema. A él le informaron que se los habían llevado primero al Hospital Ramos Mejía. Allí les hicieron las primeras curaciones. Excelente trabajo el de los médicos de guardia. Estuvieron allí unas horas. Luego los trasladaron al Instituto del Quemado, en Pedro Goyena al 800. No nos contaron nada al principio. Tenían más del cincuenta por ciento del cuerpo quemado. Con quemaduras graves. No nos dejaron verlos. Durante las primeras cuarenta y ocho horas a mamá; y a papá, pudimos verlo nueve días después.
* * *

"Tu mamá está en la cama 219", me informó una de las enfermeras. Fui hasta esa cama. Era como una especie de carpita blanca. Encontré una señora completamente desnuda y rapada. Tenía unos vendajes enormes en las manos, tan enormes que parecía tener manos de gigante. Manos enormes, inertes, yaciendo inmóviles a los lados de ese cuerpo flaco, y desnudo, con varias zonas en carne viva. La cara era redonda y enorme, no tenía cuello. Era una cara de luna, directamente pegada a los hombros. Los ojos, uno entreabierto apenas, y el otro absolutamente cerrado, con unos párpados gordos, hinchados, como en tres o cuatro pliegues. La nariz era gruesa, ancha, al igual que los labios gordos y carnosos. “Rasgos africanos”, pensé. ¡Qué enfermera tonta! ¡Esta no es mi mamá! Se confundió de cama.
Fui al office de las enfermeras. Encaré a la tonta que me había dado mal el número de cama de mi mamá. ¿No se da cuenta de que hace dos días que no la veo? ¿No sabe que no sé qué les pasó a mis viejos? ¿No sabe que estoy re angustiada porque no sé cómo están? ¡Tengo urgencia por ver a mi mamá y la muy boba se equivoca de cama! "Se equivocó de cama. Esa no es mi mamá" le dije a la enfermera estúpida muy secamente, para no ser maleducada. Ella, con ternura, y con una mirada infinitamente piadosa, que nunca olvidaré, me pasó su brazo por los hombros, a modo de abrazo y me dijo: "Querida, sí es tu mamá. Lo que pasa es que los quemados se hinchan". Me costó entender. No podía creerlo. ¿Esa mujer era mi mamá? Imposible.
* * *

Volví a la cama 219 y traté de encontrar a mi mamá en ese cuerpo deformado por las quemaduras. Me acerqué, no sin esfuerzo, dolor y miedo. Puse especial empeño por encontrarle los ojos, la mirada. Quería ver si era en serio mi vieja. Le miré fijamente el único ojo entreabierto. Parecía que me veía. Pero no podía moverse. Apenas podía hablar. Creí escucharla pedirme algo, en susurros. No podía modular bien. Sus labios estaban demasiado gordos. Yo no podía entenderle nada. Con el ojo entreabierto, me miraba a mí, implorante, y luego parecía señalar la mesa de luz. Volvió a susurrar unas palabras. Viejita, cómo estás. ¿Sos vos?, quería preguntarle pero no lo hice. ¿Cómo decirle que estaba irreconocible? ¿Para qué hacérselo notar? Al fin le entendí. Me pedía que le diera algo de la mesa de luz. Tenía una caja de Lexotanil guardada en el cajón. ¿Cómo iba a darle yo Lexotanil? ¿Y si le hago daño sin querer? ¿Debo o no debo hacerlo? ¿Y si se siente muy mal y siente que yo le fallo por no hacerle caso? Tal vez, los médicos se negaron, y ella se siente mal y piensa que son unos sádicos, que no entienden que ella necesita más Lexotanil para tranquilizarse. ¿Estaré haciendo bien en no darle? ¡Por Dios! ¿Qué debo hacer? No voy a darle ningún remedio. Me siento una hija de p... ¿Pero y si se descompensa? Mamá no me pidas esto, pedíme agua, compañía, lo que quieras pero no me pidas que te dé un tranquilizante. No puedo decidir esto yo. Mejor hablo con un médico y le explico. No quiero que sufras vieja. Le voy a decir al médico. Otra cosa no puedo, no debo hacer. ¡Qué duro! Todo muy difícil ¡Y todo por culpa de mis inexpertos diecisiete años! Me sentí terriblemente impotente, inútil. ¡Y cómo me pesaba mi sentido del deber! Me pesaba como una enorme montaña sobre mis hombros. Y la culpa me martillaba el alma.

* * * *
Día 9 del después. Por fin puedo ver a mi viejito. Ya lo pasaron a cuidados intermedios. Él dormía en el momento de la explosión. Se asustó tanto que se infartó. En medio del desastre nos buscó a Diana y a mí debajo de los escombros. Se quemó por eso las manos y las piernas. Por buscarnos a Diana y a mí debajo del material todavía caliente. “¡Marcela, Diana..!”, había gritado nuestros nombres mientras nos buscaba. Su corazón no lo había resistido. Se infartó. Cuando nos permitieron verlo, nueve días después, ya estaba, aparentemente, fuera de peligro. No nos habían dicho nada, pero había estado al borde de la muerte. Cuando lo vi, me miró con una mirada muy triste. Vi en sus ojos su dolor. Tenía la boca seca. Le costaba hablar. Me preguntó angustiado por mamá. “Ella está bien”, le mentí. “Viejito, vos ahora te tenés que preocupar por mejorarte vos” le dije. Me pidió que le avisara a los médicos que quería verla. Quería corroborar él mismo que ella estaba bien. También me preguntó por mí y por las “nenas”, refiriéndose a mis hermanas. “Viejito, estamos todas bien” lo tranquilicé.
“Quiero verla a mamá” insistió. Fui a hablar con los médicos. Me explicaron que no era posible todavía. Mi mamá estaba muy mal. Estaba grave y se veía muy mal. A los nueve días todavía estaba muy hinchada. Se le había infectado el pabellón de la oreja izquierda y lo tenía tan hinchado que parecía un monstruo. Todavía no la podían vestir, le habían hecho ya sucesivas operaciones para injertarle piel en las manos. Le habían sacado piel sana de las piernas para los injertos. Si mi viejo la veía así no le iba a hacer bien. Y el aspecto anímico en el paciente quemado es fundamental. Si él se deprimía, iba a tener serias dificultades para curarse. No podían permitir que se deprimiera. Ni que se angustiara, porque recién se estaba recuperando del infarto. Le tuve que mentir a mi papá, otra vez. Le inventamos, con los médicos, que como estaban en salas generales, él, de varones y ella, de mujeres, no podían cruzarlos de sala, por el resto de internados. Que cuando ambos estuvieran en condiciones de levantarse, les permitirían encontrarse en el pasillo, en la antesala. Eso tomó un mes más de tiempo. Recién a los cuarenta días pudieron verse. Mientras tanto tuvimos que ir conteniéndolos a uno y a otro, tranquilizándolos con respecto al otro, diciéndoles, mintiéndoles que estaban bien, pero que debían estar mejor para poder levantarse. Mi viejo se había quemado el lado izquierdo de la cara, el hombro y brazo izquierdos. Él estaba durmiendo en el momento de la explosión y dormía sobre su lado derecho. El efecto “horno” le quemó así el lado izquierdo. Pero se quemó mucho las manos y las rodillas por buscarnos a Diana y a mí entre los escombros calientes. Mi pobre viejito..., tenía tanto anhelo por curarse que, me contó uno de los médicos, soportaba las curaciones sin anestesia. Porque le habían explicado que de ese modo, la piel reacciona más rápidamente y crece cubriendo las zonas dañadas. “Tu viejo es un ser increíble” me había dicho uno de los médicos. “No quiere que le pongamos anestesia cuando le hacemos las curaciones en las manos; quiere curarse pronto por ustedes y por tu mamá. Entonces cuando lo curamos, para no sentir dolor, repite los nombres de sus hijas.”
Cuidarlo y acompañarlo a mi viejo fue algo nada fácil. No se dejaba cuidar. Él quería ser el autosuficiente de siempre. No le gustaba molestar. Cuando empezó a recuperarse, se iba solo al baño, para no pedir el papagayo, y para no “molestar” siquiera a las enfermeras; saltaba para bajarse el pantalón del pijama, porque a duras penas podía usar sus manos. Después no sé cómo se las ingeniaba para subírselos. Pero él, no quería molestar... Y frente a sus hijas mujeres, sentía demasiado pudor. Simplemente no permitió que lo ayudáramos en asuntos íntimos. Compañía, sí. Pero cuidados, no. Mi tío Juan Carlos, hermano de papá y su mejor amigo, Roberto, jugaron un papel importantísimo en eso. Ambos lo cuidaron todos los días. ¡Qué hermano! ¡Qué amigo! ¡Qué Amigo, con mayúsculas! Fueron todos y cada uno de los días a verlo.
Su amigo hizo por él algo fuera de serie todos los días: como mi viejo, su querido amigo, había adelgazado mucho, le compraba afuera del hospital, en una parrilla cercana, algún plato favorito de mi viejo, por ejemplo, bife de chorizo, vuelta y vuelta, con papas fritas, y corría para que no se le enfriara, y le daba de comer bocado a bocado, nutriéndolo de cariño y compañía. ¡Qué amigo!
* * *

Para cuidarla a mi vieja, nos turnábamos mi hermana Andrea y yo, la esposa de mi tío Enrique, mi tía Betty, y unas tías abuelas, hermanas de mi abuela materna. Pero Andrea y yo, teníamos diecisiete años. Estábamos cursando quinto año en el colegio Mater. Nos dejaban ir los fines de semana, y después sí, ya pasado el mes, y empezadas las vacaciones de invierno, no fuimos al viaje de egresadas y nos turnábamos para cuidarla todos los días en distintos horarios. Amén de que la gente en general, al principio del desastre, ofrece su ayuda diariamente, pero al ver que la convalecencia se prolonga empiezan a espaciar sus visitas y su ayuda. Y Diana, tenía tan sólo trece años…
Fue duro cuidarla a mi vieja tratando de que no se viera. De que no se enterara de cómo se veía. De que no supiera que le iba a quedar desfigurado el rostro y el cuerpo marcado a fuego. No hay espejos en el Instituto de Quemados, obviamente, pero de noche, cuando bajaban las persianas, y cerraban las ventanas, la luz de la sala permitía que uno se viera reflejado en los vidrios, sin la nitidez de un espejo, pero con la suficiente como para que mi madre “adivinara” cómo era entonces su nueva fisonomía. Fue muy duro la primera vez que descubrió esto. Se deprimió mucho. Simplemente no quería vivir más.
* * *

No supe, ni lo supe nunca dónde había quedado Diana en el momento posterior a la explosión. La última vez que la vi, estaba detrás de mí, las dos empezando a caminar hacia nuestra pieza, estábamos atravesando el hall intermedio a donde dan todas las puertas de los dormitorios, los dos baños, la puerta de la cocina y del comedor. Justo después de haberla visto pasar a mi vieja hacia su cuarto. Justo después habíamos salido del baño con Diana hacia nuestro dormitorio. Justo en ese momento, cuando vi la puerta del cuarto de mis viejos hincharse. Justo en ese momento a las siete menos cinco de ese triste y gris nueve de junio, muy triste, muy gris.
No recuerdo haberla visto a Diana cuando me levanté del suelo. Lo único que recuerdo es que entré a la habitación de mis viejos y la escena que en realidad vi debe haberme dado pánico. Por eso creí ver otra escena, o la recuerdo muy distinta de lo que sé que fue a partir de lo que pude reconstruir de datos reales. No pude haber abierto ninguna puerta porque la puerta de la habitación de mis viejos ya no existía, había volado en mil pedazos. La verdadera escena era completamente diferente. Terrible.

* * *
Andrea dormía todavía a las 7 menos cinco, en una habitación que estaba al otro lado del hall. Tenía su puerta cerrada, y la puerta del baño chico estaba abierta, y como abría hacia afuera, quedó formada como una doble puerta que protegió su habitación. La onda expansiva la rodeó como en una especie de u, en cuyo centro quedó intacto su dormitorio. El ruido de la explosión la despertó. Salió corriendo de su cuarto, y el panorama que encontró fue el siguiente: mi papá nos buscaba a Diana y a mí entre los escombros, mi mamá estaba tirada de espaldas en la cama, con la cabeza del lado de los pies. Trataba de levantarse y no podía, su desabillé, su camisón de plush, sus ruleros, todo se había unido en una masa pegajosa que le impedía incorporarse. Lloraba y se quejaba, desconcertada. Yo no estaba. Mi viejo revolvía los escombros gritando los nombres de Diana y el mío. Andrea quiso ayudarla a mi viejita a incorporarse y también se quemó algo las manos. Y ahí salieron juntas caminando despacito al compás de los ayes de dolor de mi mamá. Eso fue lo que vi cuando regresé de pedir ayuda, mi mamá caminando por el pasillo con la ayuda de Andrea, mi viejo diciéndome que me fuera yo en la ambulancia. Diana..., no sé dónde estaba. Sólo recuerdo ese pasillo lúgubre y gris, largo y frío por el que caminaba ese espectro en el que se había convertido mi madre.
* * *
¿Cómo creí estar abriendo una puerta que ya no existía? ¿Cómo no vi que mi mamá estaba tirada en su cama al revés, con la cabeza del lado de los pies? ¿Cómo no vi que tenía puesto el desabillé? ¿Cómo no razoné que era imposible que estuviera levantándose de la cama con el desabillé ya puesto? ¿Cómo fue que creí ver que cada uno de ellos se levantaba hacia cada lado de la cama? ¿Cómo fue que no escuché sus quejidos de dolor? ¿Qué vi? ¿Cómo puede ser que no recuerde nada de esto? Yo sólo sé que salí corriendo. ¿Fueron mis diecisiete años, la confusión que tenía, o fue mera cobardía? ¿Cómo vi tan mal? ¿Cómo pude ser tan ciega? Por más que me empeñe, no puedo recordar....Sólo recuerdo que yo tenía que buscar ayuda, pero por la desesperación, ni siquiera atiné a usar nuestro teléfono. Huí despavorida pidiendo a gritos auxilio. Y nunca más paré. Huí toda mi vida. Corrí toda mi vida pidiendo socorro. Desde ese día lluvioso y gris, desde ese 9 de junio de 1980, a las siete menos cinco. Con el corazón roto. Con la culpa y el dolor a cuestas martillándome el alma. * * *

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