jueves, 26 de junio de 2008

Dos cuentos cortos

Estos son dos cuentos cortos de mi autoría. ¡Espero que les gusten! ¡Acepto críticas... y comentarios..!
Besotes.
Marcela



Era flaco, huesudo, enjuto. Los surcos de su rostro reflejaban una vida plagada de sufrimientos y miserias. No. Decididamente el hombre no la venía pasando bien. Su ropa de colores desvaídos combinaba perfectamente con sus zapatos gastados, otrora buenos, incluso, finos.
“Señores el sida nos afecta a todos… Soy un HIV positivo” anunció desde una garganta decidida pero algo rasposa, seca. Su voz sonó como un latigazo, algo gutural, en medio del silencio obligado provocado por el alboroto ruidoso del tren y sus férreos chirridos.
Acompañando sus palabras, empezó a posar sobre las piernas de los pasajeros, unas estampitas con el nombre de un centro de rehabilitación para enfermos de SIDA….”Una colaboración….una colaboración… una colaboración….”
El silencio se profundizó aún más, o tal vez, fue el ruido del tren que opacó las voces, y hasta pareció volverse todavía más estrepitoso.
No se alzó voz alguna que se animara a decir… “acá… tome…”, o al menos no se oyó.
Subsumido en ese cortante silencio, lacerante silencio, frunció su ceño aún más….y encorvó su espalda, como si estuviese sintiendo una puñalada en el estómago.
Su cara se transfiguró. Con una mueca, que intentó ser una sonrisa que dejó al descubierto la falta de algunas piezas dentales, empezó a recoger las estampitas.
Con los dientes que le quedaban, bien apretados masculló… “el Sida nos afecta a todos”…mientras un terror visceral empezó a recorrer y a apoderarse de las espinas vertebrales de unos cuantos pasajeros, paralizándolos de una parálisis que les provocó una inacción que ni siquiera les permitió huir, muy parecida inacción de la indiferencia anterior, pero ahora nada indiferente...
El flaco huesudo enjuto, pinchaba a diestra y siniestra las piernas de los azorados pasajeros… con una jeringa llena de su sangre infectada….
“¿Vieron?” repetía… “¿Vieron? El SIDA nos afecta a todos.”
Por Marcela María Etchebehere

Otro:

Era un hombre soberbio. Su metro noventa, esbeltos, de espaldas anchas y cintura fina que terminaba en unos glúteos bien formados, algo flacos, tal vez. Su cabello, mezcla de matices de hilos de oro y plata, dorados de un cabello en otros tiempos rubios, y destellos plateados de unas canas brillantes; cabellos largos, por debajo de los omóplatos, atado en una cola de caballo con mechones como caídos al descuido, bordeando sus mejillas, como encuadre final de su rostro perfecto. “¡Qué lindo es!” pensó Julia el primer día que lo vio. Él entraba ese día, con paso decidido y frente bien alta, al salón donde se reunían todos los jueves el mismo grupo de científicos. Cada jueves, durante mucho tiempo, Julia esperaba con anhelo su llegada. Ese hombre la daba vuelta. Eso era un hecho. Físicamente le encantaba. Esos hombros cuadrados, su espalda ancha, su porte bien viril. Esa manera suya de caminar con ese andar tan seguro, de quien sabe que es observado y que gusta, y pisa fuerte….
Se habían conocido hacía ya varios meses cuando la tesis del doctorado de ella, y la investigación científica de él, los había reunido en una casualidad sin escape. El día en que lo vio entrar, supo, supo de inmediato que entraría a su vida. No sabía bien cuándo. Pero sabía que inexorablemente ese hombre sería suyo. ¿O sería al revés? Bueno de cualquier manera, sus destinos estaban entrelazados. El sentimiento de Julia por él fue creciendo sostenidamente, al ritmo de sus investigaciones y encuentros. Ya, el intercambio no se circunscribía únicamente a los jueves. Como al pasar… con diversos pretextos habían convenido encontrarse por fuera de las reuniones de los jueves.
Se habían encontrado un viernes. Ella había sido la que le había preguntado si tenía un rato para discutir sobre su tesis y él, bien dispuesto, hasta entusiasmado, le había dicho que sí. Se habían encontrado, tratando ambos de imponer un halo de indiferencia en sus miradas y rostros, sin éxito. Sus expresiones los dejaban al descubierto. El brillo de sus ojos los delataba. Al llegar el momento de despedirse Julia fue la que, otra vez, se había animado. “¿Tenés algo que hacer o tenés un rato más?” le había preguntado justo cuando él detenía su camioneta 4 x 4 todo terreno en la parada del colectivo que la llevaría tristemente a su casa. “No, preciosa” le había contestado él. “No tengo compromisos hoy… Pero preciosa….¿estás segura?” “Estoy segura” le había contestado Julia. Y fue así como ese amor loco, loco e intenso amor había empezado de manera desenfrenada y había llenado todos los huecos de sus almas y de sus corazones.
Empezaron a verse asiduamente, a encontrarse cada vez que podían para hacerse el amor apasionadamente. Ella estaba feliz… Su corazón desbordaba de alegría. Sabía que estaba en presencia del amor de su vida. No le importaba un bledo los veinte años que él le llevaba. Para ella, era un Dios…era un ser divino que había venido a transformar su monótona vida … en una maravillosa vida…. de amaneceres húmedos y cálidos… de sábanas revueltas… cabellos desatados… y sueños hechos realidades de brazos y piernas abrasadas en abrazos eternos de besos calientes e intensos.
Pequeños gestos de control empezaron a vislumbrarse ante los ojos entrenados de una Julia experta en violencias no evidentes. Epítetos aparentemente cariñosos… “mi putita….”, “estás muy loquita…”, y cosas por el estilo, con voz muy dulce y cariñosa, mientras le acariciaba el cabello… pero todas desvalorizantes… caricias de conmiseración….humillantes….controles desmedidos sobre sus horarios y actividades… abruptos pedidos de silencio, gritos inesperados y fuera de contexto, demandas y exigencias…insólitas… habían logrado a alarmarla.
Su corazón malherido de mil heridas añejas, no cicatrizadas del todo, empezó a flaquear y a no querer entender. Todos los lunes y los martes en el departamento de él parecían ser los tiempos oportunos, y el escenario adecuado para que a él se le desatara la locura violenta. Ya la había amenazado varias veces con romperle la cara de una trompada… Pero Julia lo había tomado como un pésimo chiste… malhumorado… y nada más…hasta que habían empezado a aparecer las hilachas de una violencia escondida en ese corazón roto de su amado, que ya había sido operado varias veces a pecho abierto. Julia lo veía como a una especie de Dr Yekyll y Mr Hyde… Un dulce inteligente culto y amable que de pronto se transformaba en un monstruo irreconocible e irrefrenable.
Pero ese martes, ese martes fatídico, en el que le había vuelto a creer su amor…, una vez más de las cíclicas veces en las que la había convencido de que arreglaran sus diferencias en la cama, había ido a su casa, como siempre. Habían cenado el manjar exquisito que le había preparado él con todo su amor. Habían compartido el mejor vino. Se habían amado como nunca. Él la había abrazado tanto… que lo había sentido tan parte suya…tan cerca… tan insólitamente suyo…tan íntimamente comunicados… pero internamente había sentido un cierto dejo de soledad… algo no estaba ya bien del todo… Pero ese día…era casi como una despedida. Todo muy especialmente iluminado a la luz de su amor y de sus velas. Finalmente se adormeció de una paz infinita y de un cansancio pesado, embriagador…
De pronto lo vio: parado, soberbio, con sus cabellos de oro y plata, caídos sobre su rostro perfecto; erguido, firme, rígido y con su rostro perfecto, enrojecido, transformado por el enojo violento, mirándola desde su esbelta figura… con su veintidós apuntándole al corazón.
“¿Por qué?” atinó Julia a preguntarle… “¡¿Por qué?!” La angustia de sus ojos parecía hablar por ella y preguntar todas las preguntas que su boca se negaba a hacer.
“Porque te amo…”, contestó su dios, soberbio de soberbia sin límites, de enojo incurable, y embriagado. “¡Porque te amo!” Y descerrajó las seis balas de la recámara en la cara del amor. “¡Adiós Julia!”
Por Marcela María Etchebehere

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