Ella lo miraba extasiada. Sí, sin
proponérselo, se había enamorado de él. Indudablemente. No sabía cómo había
sucedido. Ni cuándo. Pero lo real, lo terrible, era que ahora se percataba de
los intensos sentimientos que él le despertaba. Era tarde ya para luchar contra
ese amor que había nacido imperceptiblemente pero que había crecido y se había
fortalecido hasta ocupar todo su corazón, su mente, su ser entero. Se le había
hecho muy difícil concentrarse en sus tareas. Su escritorio estaba justo
enfrente del suyo. Con sólo levantar la mirada podía observarlo. Y la tentación
de hacerlo se volvía cada vez más irresistible. Segundo a segundo quería
mirarlo. Trabajaba, pero con la tentación latente de levantar la mirada a cada
instante, sólo para contemplarlo unos breves segundos. Libraba consigo misma
una batalla en su interior. Peleaban, en el más íntimo rincón de su alma, sus
incontenibles deseos sexuales y su gran sentido del deber. Su natural sentido
de lo que está bien y de lo que está mal. "Esta mal" se repetía a sí
misma innumerables veces durante el día y también por las noches cuando soñaba
despierta. "Está mal, no puedo enamorarme de mi jefe. No puedo, no debo
enamorarme de un hombre felizmente casado, y con una familia maravillosa."
Hacía ya siete años que era su
secretaria y tres que lo deseaba y amaba en silencio. Hasta ahora había podido
controlar sus ganas irrefrenables de estamparle un beso en esos labios húmedos,
a sus ojos, cada vez más sensuales. ¡Y su perfume, su olor! Su instinto sexual
parecía despertarse y galopar enloquecido, como un potrillo desbocado, cada vez
que le daba el beso de los buenos días y del hasta mañana.
Estaba perdidamente enamorada de
ese morocho bonachón y buen mozo que la había subyugado. Y había plasmado todo
ese amor, en trabajar cada día mejor, en asistirlo con mayor eficiencia, en
aliviarle cada vez más su tarea cotidiana. Cuando lo veía nervioso, angustiado
o cansado, sentía unas ganas tremendas de abrazarlo, de mimarlo, de contenerlo.
Ella, con gusto, le haría masajes...lo que él le pidiera. Estaba
irremediablemente enamorada de él, eso era seguro. Todo lo que él hacia, decía,
y cómo lo hacia, todo, todo le gustaba. Lo admiraba también. Su inteligencia
natural la encandilaba. ¡Era el hombre de sus sueños!
Hasta el momento sólo se había
contentado con soñar despierta. Soñaba que un día se decidía y le declaraba su
amor incondicional. Y él la abrazaba apasionadamente y le decía que sentía lo
mismo por ella. Y allí nomás, en la sala de espera, hacían el amor por primera vez.
Salvaje y dulcemente. Con desesperación contenida y pura ternura al mismo
tiempo. ¡Tres años amándose y deseándose en silencio! ¡Tratando de evitar lo
inevitable! ¡Tratando de frenar lo irrefrenable! Dominando el instinto y el
deseo, reprimiéndolo, escondiéndolo, tapándolo. Guardando el secreto que ambos
presentían, muy adentro de sus almas. Que se amaban con locura, pero que sería
una locura amarse...
¿Locura? Locura era que él
siguiera casado con esa mujer a la que no amaba ni un poco, casado con esa
mujer que no lo hacía feliz. Esa mujer era la que se interponía entre su amado
y ella, y era esa bruja la que estaba impidiendo que dos seres se amaran de
verdad. Tenía que ponerle una solución a esto. Su amor por él era demasiado
fuerte. No podía dejar que nadie se interpusiera como un... ¿muro? "¡Sí, eso es!", pensó. ¡Tengo que interponer
un muro entre ellos! Y ladrillo a ladrillo levantó una doble pared en el
archivo del sótano. Allí quedaría para siempre atrapada la bruja esposa. Él no tendría
que preocuparse más por ella, ni siquiera tenía que enterarse jamás de la razón
de su desaparición. Esperó pacientemente a que llegara el día en que la bruja
pasaría por la oficina en algún momento en el que su amor no estuviera
presente. Y llegó ese día. Le puso veneno en el café con el que la convidó. La puta bruja
se lo tomó con fruición, como con mucha sed, y al toque empezó a hacerle el efecto
paralizante que esperaba. La esposa de su amor era menuda. Eso representaba una
ventaja para una mujer alta y fuerte como ella. La alzó con facilidad justo a
tiempo para que no se desplomara y dejara alguna huella rara en la alfombra que
pudiera poner en evidencia lo ocurrido. La colocó, ya casi inconciente, en los
grillos de la pared de atrás. Con una alegría inconmensurable completó
cuidadosamente las filas de ladrillos faltantes en la pared de cierre, y selló así
su gran secreto. ¡Ahora sí podría amarlo con locura!
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