Lucía era una morocha de ojos verdes, preciosa. De
estatura mediana tirando a alta, poseía un cuerpo despampanante. Su figura
privilegiada, de cintura fina, muslos bien trazados y pechos turgentes, no había
manera de que pasara desapercibida. Arrancaba los suspiros de los varones con
los que se cruzaba, o de los que la veían pasar con su andar felino y sensual.
Todos tenían sus ojos puestos en ella y todos sin excepción fantaseaban con
poseerla. Pero su dentista directamente estaba perdido de
amor por ella. Lo había conquistado definitivamente el día que, teniendo ella
sólo diecisiete años le había hecho un chiste bastante osado para la formalidad
de un consultorio odontológico. Le había pedido a la asistente que fueran dos
las amalgamas, cuando el odontólogo le ordenó una. “¿Para qué dos?” le había
preguntado el doctor con sorpresa, “si sólo tienes necesidad de un leve arreglo…”
Y ella muy chistosa le había respondido a las carcajadas que el babero de tela tenía
un agujero también, y que seguramente sería una caries de cuello. Ambos se habían
reído mucho por la rara ocurrencia de la adolescente, y de su pintoresca forma
de decirlo, pero ella aún ni imaginaba lo caro que le costaría la osadía de ese
chiste inocente.
Fue a partir de ese hielo quebrado x la espontaneidad
de su juventud que Lucia despertó la mirada del verdadero ser que se escondía detrás
de la inmaculada imagen con su delantal celeste, detrás de este renombrado y
maduro profesional que ya peinaba canas en sus sienes. Comenzó así, sin
quererlo ella, y tal vez, ninguno de los dos, una sucesión de juegos eróticos
aparentemente inocentes, sin que lo fueran para nada. El impecable dentista empezó
a despegar la ropa del escote de Lucia, para espiarle sus pechos. Incluso le rogó
con cara de carnero degollado que le mostrara un pezón. La buscaban la
provocaba, la confundía con sus ojos verdes y su mirada melancólica, como
triste; le decía que no quería nada con ella, que él era un hombre felizmente casado,
que solo quería verla, admirarle sus pechos jóvenes y generosos. La seducía
permanentemente, la acosaba, intentaba quebrar a esta rebelde adolescente,
lograr que cayera rendida en sus brazos. Los
veintidós años que él le llevaba le habían dado la ventaja de saber
perfectamente lo que causaba en esta joven inexperta y con sus hormonas
adolescentes a todo vapor.
Llegó
un día en el que la citó en su consultorio, como siempre, pero no era un día
como los demás. Le había dicho a Elda, su secretaria, que se tomara la tarde. Canceló el
resto de turnos dados a los otros pacientes de esa tarde, y la esperó solo, en
su consultorio. Sabía que esa
tarde sería suya. O al menos lo estaba pergeñando así. Tenía incluso un plan b
si ella se llegaba a resistir. Pero no pensó jamás que, finalmente, el odio que
sentiría por su rechazo sería tal que sí, que lo tendría que utilizar. La inocente
llegó al tan familiarmente visitado consultorio en la calle Potosí. Con
sorpresa notó que ella era la única paciente en la sala de espera, y esto no le
gustó para nada. Sintió que algo no estaba bien, pero desestimó su buena
percepción. ¿Cómo iba a desconfiar del odontólogo de toda su vida? Incluso había
sido el dentista de cabecera de sus padres en su juventud. No. No podía
desconfiar de ese hombre. “¿Y Elda?” preguntó la
ingenua. "Se tomó la tarde porque tenía trámites que hacer." le
contestó el crápula mintiendo descaradamente, al tiempo que empezó a acercarse a
la ya un poco tensa adolescente e intentó abrazarla. Ella dio un paso atrás. Él
insistió pero esta vez, decidido, se abalanzó sobre ella para besarla en la
boca con prepotencia. Ella se resistió y luchó. Quiso zafar de sus brazos y
correr, pero ya no lo logró. La adolescente lo pateaba y pegaba y había
empezado a gritar. ¡Eso no lo podía permitir! Le clavó una aguja en el cuello
con un anestésico y la dejó paralizada al instante. Ella no pudo moverse más,
pero seguía con estupor cada movimiento de su ahora desconocido odontólogo. De
pronto sin poder hacer nada, vio como él acercaba una máscara que salía de un
tubo como los de oxigeno, y se la puso sobre la boca y la nariz. Desesperada
por respirar ella inhaló, obligada, alguna clase de gas, que la puso como
borracha, porque a ella le empezó a dar mucha risa, y eso que lo que él estaba
haciendo no era gracioso para nada. "¿Te
resistís putita?" le repetía, "Te dije que algún día te haría la
completa, y no me refería a la dentadura precisamente" le vociferó a las
carcajadas, divertidísimo con la joven. "¡Mirá cómo te hago mía, quieras o
no!" le espetó, la violó y le sacó uno a uno todos los dientes. Cuando terminó, ya había llegado la noche, la sacó del consultorio y la llevó a una plaza de otro barrio. La sentó en un banco y allí la dejó, mareada, confundida, con el cuerpo magullado y con su boca vacía.